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Siempre detrás de un muro

Como todas las mañanas Alivio salió temprano a trotar en el Parque del Oeste. Trotaba sobre una vereda, que iba bordeando como una especie de frontera con la tierra del olvido. La vereda estaba rodeada de chaguaramos, siempre verdecidos en el tope y con troncos apabullados de vestigios de hojas secas. Esos troncos imponentes iban desde las alturas hasta que penetraban profundamente en el suelo húmedo. Esa visión natural del gran porte de los chaguaramos, alegraba momentáneamente a Alivio. Sin embargo, las trinitarias ya no estaban rojas resplandecientes y la laguna artificial se rebosaba de agua gris oscuro. Esos vaivenes le producían a Alivio escalofríos instantáneos.


Esa mañana, dos chicas algo llenas de buenos kilos que estaban agarradas de las manos y corriendo, lo pasan, dejándolo atrás en cuestión de segundos. Allí mismo, siente el peso de los años. Cuando pasa cerca del lugar donde están los canarios y turpiales rememora sus años de juventud. Eso lo obliga a dar otra vuelta alrededor del recinto circular donde los pájaros habitan. Quería discernir sobre el color del fuego y ahora el de las cenizas. Recordó que esa frase la había leído en el cuento corto las ruinas circulares, de Borges.


Alivio sigue su desandar en el parque. Recordó que a principio de 1997 todavía existía el Retén de Catia, en lo que ahora es tierra del parque, y que después de la visita del papa Juan Pablo II fue demolido. Ahora, allí mismo esta físicamente el Museo Jacobo Borges. Se detiene para acercarse a un letrero, y ve que no hay anuncio de ninguna exposición. Piensa: «Siempre sucede lo mismo. Demuelen y construyen nuevas cosas. En poco tiempo se deterioran». Decide regresar a su casa, a su buhardilla, a continuar corrigiendo su novela, mejor dicho escribiendo un capítulo más; en este caso, sobre el estado del Parque del Oeste.


Comienza escribiendo:

Alguién debe motivarse por luchar por la reparación del parque, hoy denominado “Ali Primera”. Deben juntarse las comunidades para evitar que el parque siga siendo invadido, para que sea utilizado para la diversión y recreación de los habitantes del Oeste; debe ser un parque unicamente recreacional.

Permaneció toda la semana escribiendo y corrigiendo. No regresó al parque hasta el domingo; cuando por casualidad se encontró con un compañero de estudios. Era Timoto que llegaba de los páramos. Lo primero que Alivio le dijo, fue: «Cuando troto por el parque, voy moviéndome desde la alegría a los escalofríos, a sentirme viejo y recordar mi juventud, repasando mis pensamientos e ideando que el parque debe conservarse para la recreación».

Timoto era un hombre nacido en las montañas andinas. Tenía el pelo indiano y de color castaño. Parecía un hombre reposado. «Sí, lo era», había descubierto Alivio. Lo había criado una princesa indígena. En verdad, Timoto se convirtió en un humanista, gracias a la educación y al impulso de la princesa Virtud. Ella era el prototipo ideal de una persona que buscaba la perfección de algo. Mejor dicho de todo. Así fue que convirtió a Timoto en un arquetipo del conocimiento. En un modelo original que sirviera como pauta para imitarlo. Alivio lo apreciaba así, desde el mismo día que lo conoció, por allá, en el año 1983 cuando la inauguración del parque; y hoy se entusiasmó cuando lo vio de nuevo.

—¿Qué haces hoy por aquí? — preguntó Alivio.

—Nada nuevo, vengo a trotar un poco —respondió Timoto —. Recuerdo que la apertura del parque fue un éxito.

—¡Sí! Pero el parque se ha deteriorado terriblemente; ya han pasado 38 años.

—Como todas las cosas en este país camino a la ruina.


Comenzaron a trotar lentamente para también tener tiempo para conversar sobre los temas que le hormigueaban constantemente el cerebro: una especie de dialéctica entre la alegría y la tristeza; la juventud y el envejecimiento; el tiempo y la eternidad. Este último tópico era el preferido de Timoto, quien en su juventud fue pendenciero y díscolo, hasta que la princesa Virtud lo encontró y le cambió sus actitudes.

—Sabes, dicen que la eternidad es el modelo y arquetipo del tiempo —dijo Timoto.

—No estoy totalmente seguro, ya que el tiempo para nosotros es un interminable problema. Parece pasar rápidamente conduciéndonos hacia las perdiciones. Pienso que la eternidad es un juego o una abatida esperanza —dijo Alivio.

—Bueno, el tiempo es una imagen móvil de la eternidad, o simplemente es una imagen hecha con sustancia de tiempo —dijo Timoto.

Al unísono dijeron: «El régimen no será eterno, desaparecerá con el tiempo». Continuaron trotando por un buen rato sin decir otra palabra más. Llegaron hasta la entrada del Museo Borges. Se despidieron. Regresaron a sus casas y aprovecharon el atardecer para tratar de escaparse de todo.


Yo no pude escaparme de todo; de hecho no me escape de nada. No me escape de la materia ya que la materia es la nada. Timoto sí lo hizo, regresó al páramo. Empecé a pensar en el arte y en las metáforas. Total, el arte representa la vida misma y las metáforas describen la vida inteligentemente. Ubicaba sitios diferentes al mío. No fue fácil encontrarlos. Más difícil era dejar el mío, ya que me dolía el país en vías de destrucción.

Un día regresé al Parque del Oeste, para colocar un letrero —de protesta— en frente del Museo Borges, pero al final no lo hice, pensé que todo era inútil: el régimen seguiría en pie, con rodilla en tierra. Pero después de un rato decidí que la evasión no era la solución. Tenía que ser yo el que pusiera la rodilla en tierra. No pasó mucho tiempo y un día desperté en la cárcel. Esa noche había soñado y soñado. Sentí tristeza al despertar. Me tomó horas recordar el recuerdo. No pude olvidar que en 1983 —para la fecha de la inauguración del Parque del Oeste— Philips Taaffe pintó ondulaciones en blanco y negro, con tonos anaranjados y azules, y llamó a esa pintura Overtone. La hubiera podido llamar coincidencia armónica. En fin, el arte representando la vida. Siempre llena de subes y bajas. En constantes ondulaciones, y la mayoría de las veces cíclicas en el espacio y el tiempo. El parque era el lugar que, con su estilo aparatoso, recorría una ruta como la que representó el dramaturgo Sam Shepard cuando llevó al cine Off Lara “True West”. Que no era más que una alusión sobre la identidad y la mentira en la sociedad actual.

Un momento cualquiera, después de no sé cuántos días sin salir de mi celda, terminé en la oficina del “director” de la cárcel —el jefe detrás de un muro—. Bueno, total, la prisión es como el mundo exterior. Sin mírame a los ojos, con voz segura me dice: «Alivio, te estamos enviando a Madrid, pero con una obligación: debes vigilar estrechamente a las viudas de los últimos líderes asesinados de la oposición que conspiraron contra el régimen». Esa fue la condición a mi libertad en el exilio. Que vida tan complicada, todo depende de la complicidad y la profundidad de la astucia.

No le quedaba más remedio. Pensaba: «Me forzaron a entrar a la prisión y ahora me imponen salir restringido al mundo exterior». Sin discusión, estaba limitado y amurallado.


Publicado por primera vez en Revista Contrapunto, 2021. Ahora, en el 2023, con algunas correcciones.

 
 
 

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