Cuando los rieles soñaron el mar

En Carúpano, donde el sol aún acariciaba como una madre vieja, el año 1916 llegó con la vibración de un tren que no echaba humo, sino destellos. Desde hacía meses, los hombres del gobierno y algunos locales hablaban del milagro eléctrico que uniría los barrios dormidos con el borde inquieto del mar.

Las mujeres comentaban, con las manos llenas de maíz y jabón, que el tren traería modernidades, tentaciones, o tal vez más desgracia. Los niños solo querían verlo pasar, ver si de verdad silbaba como decían los periódicos. A veces, alguno cerraba los ojos frente a los rieles, esperando sentir el rumor del porvenir bajo los pies descalzos.

En una callecita estrecha, donde el viento enredaba las cortinas y el olor del cacao aún flotaba por las ventanas, vivía Milagros, una muchachita de trenzas apretadas y mirada inquieta. Ese mismo día en que el tren resopló su primer aliento eléctrico, Milagros cumplía quince años. Su madre, mujer de fe y de hilo, le había cosido un vestido de algodón con botones de concha nácar y una cinta azul para el cabello. Era su primer vestido sin parches.

Milagros no dijo nada al desayunar, pero ya había decidido que celebraría su cumpleaños en movimiento. Desde niña, había soñado con ver el mar, y le habían dicho que el tren llegaba justo hasta allí, hasta donde las olas rozaban los rieles como saludando una promesa cumplida. Se acercó a la estación sola, con la misma determinación con la que un pez sigue la corriente. Nadie le preguntó por su edad.

Cuando el tren se deslizó sobre los rieles como una promesa recién despierta, ella subió sin mirar atrás. Llevaba consigo una flor escondida entre las trenzas y un cuaderno cosido a mano donde, en secreto, anotaba todo lo que aún no entendía. El cielo, por un momento, pareció contener la respiración, y entonces, todo empezó a moverse.

Mención de honor en el I Concurso Internacional de Cuentos. Edo. Sucre. Carúpano. 2025