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El eco de lo no dicho

Los miércoles eran sagrados. No por el calendario, ni por los santos, sino porque ese día —tras la sesión del Congreso— el grupo se reunía sin protocolos ni cámaras. Se hacían llamar “la mesa del cierre” y nadie, fuera de sus nueve integrantes, sabía con exactitud dónde comenzaban las copas ni dónde terminaban las estrategias.


Se sentaban siempre en el mismo reservado de un bar sin nombre en la calle Echegaray. Algunos decían que era una bodega antigua, otros que había sido un burdel reciclado por la nostalgia. Lo cierto es que allí no se hablaba de leyes. Solo de narrativas: Cómo descomponer un titular. A quién aludir sin nombrarlo. Qué palabra bastaba para ensuciar a la oposición sin caer en el insulto.


Tatiana Morell, diputada, era la más creativa. Usaba verbos como bisturíes. Decía que la política era una forma de cirugía emocional: si cortabas con elegancia, el pueblo ni siquiera sentía dolor. Gregorio Salas, el portavoz, prefería el golpe frontal: “Al ciudadano medio hay que decirle lo que ya sospecha. No lo que no entiende.”


Lo decía antes del segundo vermut. Y estaban los otros. Elías Robledo, senador, que se sentía atrapado entre dos lealtades. Mireia Cebrián, asesora, que grababa mentalmente las frases de todos. Y Fausto Linares, joven subsecretario, que cada semana proponía reducir el grupo: “Somos demasiados para una causa tan íntima.” Nadie lo tomaba en serio. Al menos no hasta el anochecer. Porque cuando las copas se vaciaban y el discurso colectivo se volvía viscoso, solo tres quedaban. Siempre los mismos. Mireia, Fausto y Tatiana.


Ellos no regresaban a casa. Caminaban rumbo a Lavapiés o a La Latina —dependiendo del ánimo— buscando otra clase de conexión. No era sexo lo que buscaban. Era confirmación. La certeza de que la noche tenía un lenguaje que no entendían los de traje y corbata. En Casa Camacho, un camarero viejo ya los conocía. Les servía sin preguntar. Ellos hablaban sin fingir.


De a ratos, se tocaban las manos como quien consulta un texto sagrado. A veces reían. A veces callaban. Una noche, alguien los reconoció. Una periodista independiente, medio conocida por sus hilos punzantes en redes. Fingió no verlos. Pero al día siguiente publicó una frase sin contexto: “Hay quienes confunden autenticidad con cinismo compartido.”


El grupo se estremeció. El Portavoz Nacional pidió explicaciones. Tatiana negó haber estado. Fausto insinuó que la foto era vieja. Solo Mireia —la asesora— escribió una frase en su cuaderno de tapas negras: “La verdad es eso que sobrevive cuando nadie la defiende.” Y cerró el libro.


Los miércoles continuaron. Con más cuidado. Menos palabras. Más silencios. Pero algo había cambiado. La conexión ya no era emocional. Era memoria. Como si la autenticidad, en lugar de vivirse, se hubiera convertido en un eco.

Y aunque nadie lo admitiera, todos sabían que esa fue la última vez que se sintieron parte de algo que no necesitaba explicación.

 

 
 
 

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