Navegando en el tiempo
- Luis José Mata
- 22 dic 2021
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 27 dic 2021
Por allá en el año 1499 Patricio Hojeda partió del Golfo de Cádiz en un barco de vela, llamado la “Nueva Niña”. Después de mucho navegar, llegó a la Isla “Los Testigos”, la llamó así, ya que desde allí podía ver “Tierra Firme”. En la isla conoció a Guaricha, una indígena a la que bautizó como Isabel. Esa fue su primera gran conquista. Meses después llegaron a Tierra Firme, a un pueblo que los nativos llamaban Guárame. Trató de sintonizar con ellos, pero resultaba prácticamente imposible. La barrera de la lengua lo urdía peliagudo. Pero Guaricha si sabía la lengua de los nativos y aunque no sabía castellano, debido a la cercanía íntima con Patricio, aprendió algo de esa lengua y así lograba comunicarlos a todos. Pasó como un año y nació Guarichita, una niña que era la primera descendiente de la conquista castellana. Los nativos festejaron el nacimiento de la primera princesa de Guárame. Patricio se convirtió en el primer conquistador que entendía un poco la lengua de los indígenas.
Guarichita, con su pelo negro, estirado como la seda y con una piel dorada por los rayos de sol, siempre jugaba en la arena suave e infinita de la playa de Guárame. Allí construía, amontonando arena, casitas parecidas a las que usaban los indios para vivir. Normalmente una ola, aunque fuese pequeña, las destruía. La arena regresaba al agua del mar. Kura Hisaja, un indio de la tribu guaiquerí, alto y fornido como las piedras de una montaña, la vigilaba, es decir la cuidaba de cualquier posible evento. Ella estaba aprendiendo a hablar y en un momento muy espontáneo, miró a Kura y pausadamente dijo:
—Anaya dihama.
—Atae arakate —respondió Kura.
En ese preciso momento apareció Guaricha y viéndolos a ambos, con su siempre mirada dulce, les dijo, hablando en su segunda lengua: «Ya viene la noche, mejor nos vamos al asentamiento». Que era lo que se habían dicho entre ellos Kura y Guarichita.
Patricio, trabajando junto con los indígenas, había mejorado y ampliado el pequeño ambiente donde estos vivían; en especial construyó una pequeña iglesia, indudablemente con techo de paja y suelo de arena. Quedaba exactamente entre dos matas de cocos. Patricio adoraba romper la fruta de la matas en dos partes iguales —el coco— la llamaban los indígenas. Recogía el agua en una totuma —una palabra nueva que había aprendido— y le daba de beber a Guarichita en ese especie de vaso primitivo. Ser padre lo había motivado a ser una mejor persona.
Le escribió a su mentor, el duque Roque, quien era un hombre de buenos contactos con los Reyes Católicos, solicitándole que enviaran a un evangelizador, evidentemente católico. Quería que Guarichita aprendiera desde pequeña, el arte de conocer a Dios. Por supuesto no al Dios de los indígenas. Claro, aprovecharía al padre evangelizador para convencer a los indígenas con nuevas ideas. El padre Gilberto Casas llegó en unos meses al asentamiento. Ese asentamiento que progresaba en extensión a lo largo de un río con aguas tranquilas que desembocaba en la playa de Guárame. Hojeda, con gran habilidad, inducía a los indígenas a recoger el oro que increíblemente flotaba sobre las aguas del río, ese río que todavía no tenia nombre en castellano. Los indígenas lo llamaban Nokogüiri.
Guaricha usualmente conversaba con Kura muy temprano cada mañana, dándole instrucciones para el buen cuidado de su hija. Andaba muy preocupada por la gran cantidad de piezas de oro que fabricaban los indígenas: cadenitas, brazaletes y hasta animalitos que siempre terminaban como con una cola en forma de círculo abierto. ¿Qué pretendían hacer con esas cosas? Tenía muchas dudas y un día le dijo a Kura:
—Porqué trabajan tanto el oro, en lugar de simplemente mantenerlo en una bolsita de cuero.
Él pensó un poco su respuesta y dijo:
—Son órdenes de Hojeda, que nos las transmite el padre Casas.
Guaricha pensaba que Hojeda tenía un plan especial con respecto al oro. Lo más posible era que lo quería llevar a España, como un regalo para recompensar los beneficios otorgados por los Reyes. Además, ella sabía que tenía extraordinarias relaciones con un influyente duque, que lo había apoyado en la construcción del barco. «¿Quién sabe si para él también iría el oro?», se preguntaba Guaricha, quien no recordaba el nombre del duque. Su nombre era muy complicado para ella, con su nivel de dominio del castellano. Sabía más bien, otras palabras que aprendía cuando tenía relaciones íntimas con Hojeda. Se preguntaba: «¿Por qué Patricio debía recompensar a los Reyes o al duque, entregándoles el oro?». Ella se decía: «Él oro debería ser para él. El es un luchador, cuyo esfuerzo excede al de muchos hombres y fue el que logró llegar a la isla Los Testigos», mientras continuaba pensando en lo que pretendía Hojeda hacer con las piezas de oro.
Los indígenas construían las piezas de oro en horas de la noche, vigilados constantemente por el padre Casas. Estaban sumamente cansados ya que durante el día permanecían hasta más de diez horas recogiendo el oro en el río Nokogüiri. Estaban cada día más delgados, raquíticos podría decir alguien. Mientras construían las piezas, Casas no paraba de repetir las anécdotas sobre el Dios personal. Ese Dios, en el cual los indígenas ni creían ni entendían. Un día llegó Casas con una orden especial, la de colocar en Guarichita muchos animalitos de oro, encajando el círculo abierto en el lóbulo de cada oreja. A Casas se le había ocurrido un nombre para esos artefactos de oro; los llamó orzarcillos. Les decía a los indígenas: «Pónganle a Guarichita muchos brazaletes en sus brazos e igualmente cadenitas en el cuello», En esa reunión estaba Kura, escuchando muy cuidadosamente. Casas remató diciendo: «Son las órdenes de Hojeda». Lo expresó bien claro, para que ningún indígena olvidara el mensaje.
Un día, Guaricha fue a ver a Kura para preguntarle sobre el oro y también ver que hacía Guarichita en la orilla de la playa. Se emocionó viéndola construir sus casitas de arena. Sonriendo todo el tiempo. Jugando también con unas conchas de moluscos que reposaban en la arena. Vio cuando Kura agarró una de las conchas y le mostró a Guarichita como soplarla por unas de sus puntas. Así ella aprendía a generar un sonido agudo, el sonido del anuncio de algo importante. No tuvo tiempo Guaricha de preguntar nada de lo que tenía en mente, se le olvidó todo cuando se dio cuenta de que Kura le colocaba miles de piezas de oro al cuerpo de Guarichita. En verdad no tenía ya necesidad de preguntar, simplemente su hija era un tesoro. En ese instante se le ocurrió una nueva pregunta: «¿A quién pertenece ese tesoro?».Se lo preguntaría a Hojeda en la noche, cuando comenzaran las horas íntimas, y así lo hizo:
—He visto a mi hija cubierta en piezas de oro —dijo Guaricha.
—¡Ajá —respondió Hojeda —. ¿Te preocupa eso?
—Sí, quisiera saber la razón.
—No hay ninguna razón, es simplemente que me la llevo conmigo a España, se la quiero mostrar, llena de oro, a los Reyes Católicos y quizás al duque.
Guaricha no acostumbraba a llorar. Sus padres la habían enseñado a resistirse a hacerlo, pero esa noche lloró desconsoladamente, en el medio de su pequeño recinto, muy cerca de donde dormía Guarichita. Ambas muy solas, como una ola solitaria durante la madrugada. A Guaricha, más bien, le hubiera alegrado estar en el mar, nadando de espalda, tal como lo hacía cuando el mar estaba reposado, sin olas; de la misma manera que flotaba en el río cuando parecía un remanso y ella lo entretejía desnuda.
A la semana zarpó Hojeda con su hija. La llevaba como quería, con mucho oro en su cuerpo y ella mantenía en su mano un bolso con un recuerdo que le había dado Kura. Al momento de entregárselo, Kura le había dicho: «Aquí te entrego este juguete para que lo uses en un momento oportuno». Y le enseñó a decir el nombre del molusco, diciéndole: «Los indígenas lo llamamos botuto». Ella lo miró y apretó duro el bolso y a la vez decía:
—Sí, lo usaré en un buen momento —. Algún día nos volveremos a ver, cuida mucho a mi madre. Se había despedido con mucha tristeza en sus ojos marrón oscuro.
El viaje duró muchos días. El viento no colaboró, soplaba con fuerza hacia cualquier dirección. Finalmente vieron una costa y tierra firme. Ellos estaban llegando a una parte que parecía el Golfo de Cádiz. Pero no era exactamente así. Alguien notó que habían llegado a la parte norte de África. Un tripulante de la “Niña Nueva”, gritó ¡llegamos!. Entonces, Guarichita, desde la proa de la carabela sopló fuerte con el botuto en la boca, anunciando la llegada, para ella, a la “Otra Tierra”. Bajó del barco de vela, era la noche de Navidad, y pensó en su próxima aventura: “Que hacer para regresar, al otro lado del mar, a la tierra de su madre”.
Seleccionado para participar en el II Premio Narrativa Breve [Diego Rodriguez de Estrada], Huelva, España 2021
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