Para alejarse de las costumbres arcaicas de Playa Pescador, Mero se embarcó solitario en su peñero para dar unas cuantas vueltas por el mar. Se exponía a un intenso sol a pesar del toldo que le había colocado recientemente a su embarcación.
Navegó rumbo a la playa donde Marciana vendía los mejores mejillones de la isla. Allí comió por primera vez después de su salida. Recogió un poco de agua fresca y en un pipote le colocaron unos cuantos mejillones y una langosta recién sacada del mar. En esta parada solo habló con ella. Le pagó con unas moneditas de oro. Caminando sobre la arena retornó al mar y hacia su embarcación con el pipote en el hombro, embarcó y empezó a trajinar de nuevo.
No había planificado ninguna otra parada en tierra firme por el resto del día o de la noche. Después de unas pocas horas comenzó la oscuridad y decidió detenerse en el medio del mar, en ese momento con olas tranquilas. Lanzó el ancla para asegurar el peñero. Se sentó en la popa y dijo para sí mismo, sin buscar mucha explicación: Nunca es tarde si la dicha es buena. Estaba cansado y se quedó dormido en pocos minutos en el limitado espacio que tenía.
Unas cuantas horas después sintió el peñero oscilar y despertó. Las olas no estaban como al comienzo de la noche. El viento soplaba fuerte en dirección contraria a como había venido navegando Mero. El mar lucía despierto. Decidió esperar hasta el día siguiente, ya era muy tarde en la noche para continuar viajando, simplemente trato de dormirse otra vez.
Al día siguiente, con un mar tranquilo, comenzó a rodear la parte este de la isla, pasó frente a la playa de Puerto Real y no se detuvo, si no que continuó su viaje hasta Playa Dorada. Esperaba que allí nadie lo reconociera, lo que era muy posible, pues siempre estaba llena de turistas europeos. Verlos le hacía pensar acerca de lo lejos que estaban de él sus nietas Anabela y Sabine.
Mientras reposaba en el peñero, con el motor apagado, su mente pasaba a un estado algunas veces de casi completo abandono. Al volver a activar sus pensamientos, se preguntaba: ¿Sería bueno emprender un acto de rebeldía en esta isla cordial para que los siempre humillados al menos despertaran? ¿Qué estará haciendo Tiburcio ahora? ¿Sabrá donde están Anabela y Sabine en este momento?
Mero se detuvo en un pequeño pueblo de pescadores y agricultores para hablar con ellos. La mayoría eran pobres decentes vendiendo solamente los “pescaos” que agarraban diariamente o recogiendo los abundantes mangos que encontraban en los caminos. Mero había comprendido que charlar con los habitantes que eran verdaderamente oriundos de la isla —los llamados “no navegados”— era algo emocionante; en especial, después de unas buenas cervezas.
En esas reuniones sociales sobre la arena de la playa discutían sobre la falta de agua, el tráfico de las monedas de oro, las pocas películas que recibían en el cine del pueblo, los chismes locales, los crímenes pasionales, la falta de buenos servicios médicos y la inseguridad. En esa ocasión conversaron durante un rato y decidieron volver a reunirse al cabo de unos días. De pronto, Marcela se levantó con un salto.
—Ya me tengo que ir a cuidar a los pequeños, me queda poco tiempo para caminar hasta el centro del pueblo antes de que oscurezca y llegar a casa sin que se me presente peligro alguno —y exclamó—: ¡Cómo se ha pasado el tiempo tan rápidamente!
Marcela hubiera querido avisarle a su marido, diciéndole que ya salía hacia la casa, a pesar de la insistencia de Tomasa para que se quedara por un rato más.
Mero invitó a Tomasa a ir hasta el peñero para disfrutar mejor de una buena vista de la luna llena, del oscilar de las olas y evitar la bandada de mosquitos que llegaban a la playa al principio de la noche. Dentro del peñero no había mucho espacio para los dos. Cuando se sentaron y estiraron sus piernas, las plantas de sus pies casi se tocaban. Tomasa sintió una sensación leve en su cuerpo; tenía mucho tiempo que no se encontraba cerca de un hombre. Con el balanceo del peñero, su pie izquierdo rozó el de Mero, pero no lo retiró, por el contrario, decidió disfrutar de esa estimulante prueba; abrió un poco las piernas y colocó su brazo suavemente sobre los muslos de Mero.
—Tengo ganas de ir al pueblo donde vive Marcela —dijo Tomasa—. Lo haré mañana temprano, cuando sea menor el chance de ser asaltada por los bravos y apoyados de la región. La mayoría de las veces a esas horas están durmiendo profundamente —luego preguntó—: Mero, ¿puedo quedarme aquí esta noche? nstantáneamente, ella movió sus manos en dirección de sus senos, tocándolos con suavidad y placer. Esperaba que Mero la deseara y alargara sus piernas hacia su “alcachofa dorada”.
Al día siguiente, Tomasa despertó temprano y se lanzó al agua. En pocos minutos llegó a la orilla de la playa. Se instaló agachada a recoger “chipi-chipis”, que se encuentran por montones en esas arenas blancas. Se acomodó debajo de una de las bellas palmeras, encendió una fogata y comenzó a hervir, en un cacharro, esos fenomenales mariscos con los cuales se hace un maravilloso caldo. No tenía ají dulce a mano; pero aún así el consomé, hecho con la sal natural del agua de mar, le quedó exquisito.
Mientras descansaba sobre la arena, repasó el buen rato que vivió con Mero la noche anterior y consideró volver al peñero, pero, finalmente, decidió ir al pueblo donde vivía Marcela con su marido, Rafucho, el alcalde del pueblo. Él era una persona muy honesta que luchaba constantemente por proteger a los habitantes del poblado. Como alcalde no tenía contemplación con los invasores que amenazaban, diariamente, en bandas armadas a los nativos, especialmente a los trabajadores del campo. Había organizado una especie de bloque de protección contra los asaltantes para resguardar a la vecindad, mediante una serie de ordenanzas muy bien trazadas.
Mero despertó y en pocos minutos puso a andar el peñero «viento en popa y a toda vela», o sea, en la misma dirección del viento. Navegó todo el día hasta llegar al comienzo del lado sur de la isla, y se detuvo frente a Playa Ballena. Después de anclar, se lanzó al mar y nadó hasta la orilla.
Normalmente, al comienzo de la noche todavía estaba abierto el pequeño ranchito donde preparaban un delicioso pargo rociado con una salsa con rico sabor a ají dulce. Ordenó ese plato y mientras lo disfrutaba se acordó que la última vez que había estado en esa playa, hacía unos cuantos años, alquiló una hamaca que colgó entre dos palmeras.
Recordó precisamente a Alba, quien trabajaba en esa época en el ranchito, que en un día muy cálido le contó que Eustaquio, su hijo, “estuvo” con ella. Justamente, y como resultado de eso, nueve meses después nació Anabela. Se contentó con rememorar que él le indicó a Alba que se fuera a vivir junto con Anabela, su nieta, a Playa Pescador.
Esa noche se acostó solitario en la arena por unas buenas horas. En la madrugada, cuando el sol apareció, regresó a su peñero junto con unas ostras que le había dejado en un pote la nueva dueña del ranchito.
Durante un largo día continuó navegando la parte sur de la isla. Disfrutaba al oír el sonido suave de las olas y, acomodando la vela del bote para navegar sin motor, comenzó a cantar:
Oye, el cantar tiene sentido, tiene sentido; entendimiento y razón.
Allá en la tumba de un camposanto de llorar tanto perdí la voz.
Al comienzo de la noche se lanzó al mar y nadó hasta llegar a donde reventaban las olas y luego se hizo camino a la playa. Quería comer camarones y dormir en la casa sin techo, junto a la orilla, de su conocida amiga Valeria. Necesitaba un buen baño con agua dulce.
Valeria lo recibió, como siempre, con un fuerte abrazo y una palmada en la espalda.
—Allí está tu hamaca para que duermas bien esta noche y estés fresco para la reunión de mañana con los nativos —dijo e inmediatamente agregó—: Ya te traigo algunos camarones; siguen siendo los mejores de la isla. Dio media vuelta y se dirigió a la cocina.
Mero se levantó temprano, vio aparecer la mañana, caminó hacia la cocina para beber el café que preparaba cada día Valeria. Después se desnudó y se fue al mar. Llegó al peñero, se puso ropa limpia, prendió el motor, y empezó a navegar un rato buscando un buen sitio para lanzar la red. Quería pescar algo para que ella preparara al mediodía un sancocho. Cuando sacó la red del mar encontró un espléndido pargo y muchas estrellas de mar. Hoy será un día largo; en la noche tendremos la reunión que hemos concertado, pensó.
Un poco antes de que el sol desapareciera, empezaron a llegar los vecinos y comenzaron a sentarse en la arena de la playa, cerca de la casa de Valeria. Entre ellos estaba Fucho, que era un negociante de alimentos traídos de costa firme; Angélico, que vendía armas de fuego; Dupla, que trabajaba en el mercado de alimentos del pueblo y tenía un pequeño carrito donde preparaba sus famosas empanadas de “cualquier cosa marina”; Remedios, que era la dueña de una farmacia con muy pocas medicinas; Cheo, que tenía una cisterna para repartir agua una vez por semana, claro, solo si le pagaban el encargo por adelantado; y Médico Incierto, que era el jefe del pequeño hospital municipal, que era gratis pero nada eficiente y que algunas veces parecía simplemente un sitio abandonado por la comunidad. Hoy no podía venir Cerveza Impasible, estaba muy ocupado trabajando en la alcaldía en la organización de la policía, porque ya venían los días de vacaciones de Semana Santa. Todos saludaron con gran aprecio a Valeria y a Mero.
Tres horas duró la reunión, compartieron buenos tragos de cerveza y, al final, el sancocho preparado por Valeria. La principal idea era la de organizar un grupo para la defensa y seguridad de la playa. Angélico estaría encargado de coordinarla y Dupla de distribuir boletines con propaganda sobre el grupo, todavía sin nombre. Una semana después, Dupla estaba repartiendo el primer boletín, donde se hablaba de la inseguridad, la salud y la angustia acumulada que tenían los habitantes por estas causas.
Al levantarse el sol, al día siguiente de la reunión, Mero preparaba su viaje por el mar a lo largo de la parte oeste de la isla. Valeria, desde la puerta de su casa sin techo, le gritó:
—Hace algún tiempo pasó por aquí tu hijo y me dijo que volvería pronto.
El sábado por la mañana empezaron a llegar algunos turistas que venían de tierra firme. Los lancheros hacían el trabajo por muy poco dinero y llevaban a los turistas a los quioscos donde había posibilidad de comer bien y de tenderse en las tumbonas, colocadas debajo de las numerosas palmeras. Ellos eran presionados por funcionarios del gobierno a mantener precios muy bajos, a pesar de que les aumentaban los impuestos constantemente y, además, se burlaban llamándolos señores especuladores. Valeria pensó que sería una buena idea invitar a participar en la próxima reunión del grupo de nativos al jefe del equipo de lancheros, quizás esa sería una forma para que ellos se animaran a protestar públicamente por tanto abuso.
Para conversar y recoger algo de la comida que traía Fucho de tierra firme, se encontraron Valeria y Petra con él en la pequeña plaza del pueblo, cerca de la escuela municipal. Se sentaron en el banco que mira hacia el oeste, protegido por uno de los robles. Petra, como maestra de niños, era muy recatada y de ideas muy conservadoras. Fucho portaba un sombrerito de hojas de color verde. Trajo unas frutas pequeñas de color rojo, que tanto Petra como Valeria nunca habían visto en la isla
—Fucho: ¿Cómo llaman a estas frutas? —preguntaron ambas al mismo tiempo.
Petra, como de costumbre, quizás por su condición de docente, comenzó a decir:
—Aquí, en nuestra isla, tenemos cantidades de frutas nativas como el níspero, el jobo y la ciruela… ¿para qué queremos frutas distintas?
—Bueno, esta es una isla primitiva y ahora te presentas con esta fruta que dices llamarla fresa —dijo en voz alta Valeria—. Lo mejor es que yo haga jugos con ellas y comience a venderlos en el quiosco.
Una semana después llegó Eustaquio, el hijo de Mero a visitarla, la saludo con la emoción de siempre y le pidió que le diera una empanada de cazón, el “pescao” que más le gustaba, a pesar de su sabor fuerte a tiburón. Ella se la trajo rápidamente, acompañado con un jugo con mezcla de fresas, esto último sorprendió mucho al visitante.
—Es una nueva combinación—dijo Valeria—. Seguro te gustará. Ha sido de gran aceptación estos días de venta en la playa. Cuando termines de comer y beber, ve a la amplia hamaca colgada entre la segunda y tercera palmera a la izquierda del quiosco y reposa por un rato.
Valeria, luego de limpiar el quiosco, guardar las mesas redondas y recoger las tumbonas comenzó a preparar la mezcla preferida de los turistas y por su querido visitante: aguardiente con un poco de agua de coco. Con dos vasos de esa bebida se acercó a la hamaca, donde estaba él, ofreciéndole uno de ellos. Ella tenía puesto su traje de baño, mostrando sus doradas piernas y una parte superior muy descotada. Se sentó en la arena y comenzó a hablar con su amor de siempre, bebiendo muy despacio la deliciosa bebida. Él dijo, con voz dulzona:
—Ven, acomódate dentro de la hamaca, así la conversa será mucho más agradable.
Valeria no lo dudó y en un segundo estaba dentro de ella. Rodeaba al visitante con sus brazos, colocaba el pecho muy cerca de su cara y después lo besaba intensamente.
Comenzó a sentirse muy excitada y muy mojada en su “pepitona dorada”, Eustaquio lo entendió perfectamente, la besó y la apretó con fuerza —la quería harto— unos meses después nació Sabine.
Cuando despertó Valeria, todavía su amante estaba en la hamaca y ella le preguntó:
—¿Qué forma tiene la isla? Yo me la imagino ovalada y más larga en la dirección norte-sur ¿Es así?
—Sí, por eso la llaman Isla Ovalada —respondió.
—¿Cómo la recorres? ¿Cómo llegas hasta la casa de Mero en Playa Pescador?
—Algún día, cuando me canse de caminar por mis senderos, te respondo.
Entonces, ella se despidió y se fue a arreglar el quiosco para la rutina de todos los días.
Eustaquio se marchó al comienzo de la noche, caminó por los senderos que él había ayudado a construir con sus pasos. Lo mejor sería ir a visitar a Rafucho y a Marcela, esto no le tomaría mucho tiempo, ya que la isla es muy corta en la dirección oeste-este. En el camino se encontró con muchos agricultores y todos se veían totalmente agotados, con un semblante rojo en la cara, como el color del jugo de fresa que le había servido Valeria.
En pocas horas llegó a la casa de Rafucho y le dijo:
—Oye, por los senderos me han repiqueteado los agricultores que hay un individuo prestando dinero, no sé para qué, y que deben pagarlo en menos de un año al triple de lo prestado. Pienso que a ese nivel no podrán hacer los pagos y terminarán, al final, pidiendo limosna para cumplir con el compromiso contraído. Me dicen que el prestamista se llama Angélico.
Al día siguiente continuó su andar por las salinas, por las veredas llenas de arena mojada de la playa; de día contando los pájaros azulejos que siempre reposan sobre los cactus y de noche contando las flores blancas. En la próxima visita a Valeria, le comentaré mi preocupación por las acciones contra los agricultores por parte de Angélico, y le pediré que lo incite a eliminar sus actividades usureras, pensó Eustaquio.
Mero, a pesar de su cuerpo musculoso, se sentía ya agotado y con una sensación de soledad muy fuerte. Recordaba a su hijo a cada minuto. Se preguntaba: ¿Por dónde andará? El mar no estaba tranquilo sino más bien picado, las olas crecían rápidamente y el buen olor del mar había desaparecido. A pesar de que iba a motor prendido le era muy difícil la navegación, decidió seguir a vela y aprovechó el viento que soplaba en una dirección contraria al mar adentro. ¿Por qué hay tantas gaviotas hoy al mediodía? Ojalá el viento no estuviera tan fuerte y así podría pescar por un buen rato. Mejor hubiera sido no navegar en un día como este, se dijo Mero. Pero continuaba su paso por el mar picado y pensaba que luchando y aprovechando las olas llegaría en la noche, por primera vez, frente a Playa Pescador, después de haber empezado su recorrido a lo largo del mar que rodea su isla. ¿Estará alguien conocido allí esperando a que aparezca?, se preguntó Mero.
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