Las tres habitaciones
- Luis José Mata
- 24 abr 2020
- 3 Min. de lectura
Los orgullosos títulos potentes resonaron en la memoria de Stephen: el triunfo de sus campanas de bronce, el lento crecimiento y sus propios pensamientos raros.
Ulises, James Joyce
En lo que despertó el niño, después de una pesadilla, notó que había dos puertas en el cuarto de atrás de la vieja casa y sobre una pared azul estaba colgado, con un solo clavo y con el marco inclinado hacia la izquierda, una pintura de una virgen.
Cuando entraba al cuarto sentía que los ojos de la virgen me estaban viendo. Una vez saliendo por la puerta que daba al patio, decidí girar la cabeza casi ciento ochenta grados y me di cuenta de que la virgen en la pintura me seguía mirando intensamente. La pintura fue una obra de mi madre. Ella murió en el año sesenta, no sé la fecha cuando pintó el retrato pero ¡sí sé! que estuvo en esa pared durante los primeros quince años de mi existencia. Esos ojos me perturbaban cada vez que entraba en la habitación. No era angustia, ni miedo, ni vergüenza, ni nada en particular lo que me producía la mirada continua de esos ojos; más bien era una sensación de curiosidad por saber, porqué y cómo, en cada año me seguían observando los ojos de la virgen en la pintura.
Despertó otro día asustado se fue al cuarto de al lado, donde había un escaparate con un espejo en el medio que permitía que su padre se viera la punta de los pies, cuando se acostaba a reposar en su hamaca.
El escaparate estaba colocado en una esquina de la pieza y los rayos de sol, que entraba por los vidrios de la ventana que daba hacia el mar, penetraba directamente en el espejo circular y se reflejaba en la cara de mi padre. Siempre que llovía torrencialmente una gotera de agua caía desde el techo de la habitación y con el tiempo abrió un agujero en la madera de arriba del escaparate, o del armario, como decía mi abuela; los libros y la ropa guardados en los estantes y dentro de las gavetas se habían humedecido durante setenta y tres años. Mi padre no se preocupaba por ese detalle, solo pensaba que en la parte de abajo de ese armario había guardado unas cuantas monedas doradas. ¡O las morocotas como las llamaba mi padre!
Otra noche soñó que un día su padre las puso allí en el fondo del armario, después de regresar de otra vuelta al mar alrededor de su isla amada, y que las había obtenido vendiendo en el mercadillo del puerto, todos los pescados que atrapó en un encrespado mar de un intenso color azul oscuro, en días de mucha fortuna. En sus sueños el niño veía que las redes con los pescados adentro se ponían tan pesadas que se rompían por muchos lados. y que afortunadamente eso pasó dentro del bote.
Para enriquecer mis propios sueños se me ocurrió tirarme al agua de mar y llegar hasta el bote; allí encontré a mi padre que a pesar de los ojos cansados por el sol que recibió por muchos días, me leyó la historia sobre Josephus y la fundación de la comunidad Escina, narrada por Philo de Alejandría. Esa noche dormí, por unas cuatro horas, en su otro cuarto —él lo llamaba camarote—, soñando con mi madre pintando a la virgen, con mi padre recogiendo los peces y con ambos lanzando las morocotas al fondo del mar.
Otro relato no lineal [Relato 6]
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