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La conexión secreta de Doña Mirta

En la República Peninsular de la Transparencia Eterna, todo lo importante ocurría en voz alta. El poder no residía en los votos, sino en el volumen con que se pronunciaban los discursos. Por eso el Primer Vocero —hombre exitoso, adinerado y ligeramente aburrido— era más temido que amado.


Doña Mirta, su esposa, no hablaba casi nunca. Nadie le conocía declaraciones, ni entrevistas, ni columnas de opinión. Y sin embargo, desde hacía meses, frases atribuidas a ella comenzaban a circular entre mujeres del Gobierno: “No todo lo que se repite se convierte en verdad”, “ Las palabras limpian, pero también manchan”, “El verbo no basta”.


Las primeras en recibirlas fueron damas de relevancia secundaria: la subsecretaria de Emociones Públicas, la presidenta del Consejo de Ambiciones Frágiles, una senadora sin escaño. Todas vanidosas y confundidas, tan convencidas de que sus ideas eran propias, que tardaron semanas en notar que pensaban lo mismo. Lo mismo y al mismo tiempo. El fenómeno fue bautizado informalmente como La Conexión Mirta. No porque Mirta lo hubiese declarado, sino porque nadie más podía estar detrás de esas frases.


En los almuerzos del Consejo, las funcionarias empezaron a repetir ideas que nunca antes habían sostenido:—A veces me siento usada por el adjetivo “empoderada” —confesó una.—Yo tengo alergia a la palabra “gobernanza” —dijo otra.—¿Y si la transparencia fuera otra forma de maquillaje?

Alguien susurró que esas dudas no eran suyas, sino que venían de ella. De la silenciosa esposa del Primer Vocero, quien miraba las ruedas de prensa desde la sombra del atril.


La Ministra de Claridad y Oportunidad, mujer exitosa y escéptica, decidió investigarlo. Encargó a un equipo secreto de la Comisión de Coherencia y Relato instalar micrófonos escondidos en el hogar de los Voceros: no para escuchar nimiedades, sino para detectar pensamientos hablados. Lo que hallaron los dejó helados: cada vez que el Primer Vocero decía algo en público —“Nuestra política es limpia como el sol del mediodía”—, una vibración leve, casi lírica, salía del pecho de Doña Mirta. No eran palabras. Era negación en forma de eco. Como si dentro de ella alguien dijera: No es cierto. No ha sido limpio. No alumbra nada.


Se desató el pánico. El Partido Oficial no podía permitir una conexión emocional espontánea. La transparencia era útil solo cuando era controlada. Por eso la aislaron discretamente, alegando “hipersensibilidad institucional”. Pero la conexión ya no podía ser detenida. Las funcionarias más frívolas comenzaron a soñar con palabras que no entendían. Una de ellas despertó gritando: “¡Dejen de conjugar el poder en futuro perfecto!” Otra, en pleno desfile oficial, se detuvo en seco al escuchar una frase flotando en su oído izquierdo: “No hay plural posible cuando el verbo está podrido.”


Ninguna sabía de dónde venían las frases. Todas sabían a quién pertenecían. Un día, durante el Congreso General de Expresiones Positivas, el Primer Vocero subió al atril para repetir el lema de siempre:—Nuestra palabra construye el país más justo y feliz del hemisferio sensato. Pero algo ocurrió. El micrófono, por primera vez, no amplificó su voz. En cambio, el salón entero escuchó con nitidez la voz de una mujer:—Las palabras no construyen nada si antes han sido usadas para ocultar. El silencio fue total. Nadie supo si era un fallo técnico, una intervención extranjera, o una aparición mística. El Vocero tartamudeó. Doña Mirta no estaba presente, pero todas las funcionarias se giraron, como si pudieran verla. La conexión, finalmente, se había hecho pública.


Desde entonces, nadie volvió a oír al Primer Vocero con la misma convicción. Las ministras comenzaron a revisar sus discursos con dudas. Algunas renunciaron. Otras aprendieron a callar. Y Doña Mirta, sin decir una sola palabra, se convirtió en la mujer más escuchada del país.Nadie volvió a llamarla esposa. Solo “la que no necesita hablar”.


Participando en el Concurso Zenda conexiones

 
 
 

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