Parodias que no enseñan en misa
- Luis José Mata
- 1 jun
- 2 Min. de lectura
Prefacio
Estas tres parodias son ejercicios de ficción breve que ironizan, cuestionan y reinterpretan elementos de lo sagrado, desde el drama cotidiano hasta la iconografía religiosa. No son ataques ni burla, sino versiones alternativas de la fe, narradas con la voz del asombro, el dolor y la infancia.
Aquí no se enseña doctrina, sino dudas. No se predican milagros, sino milagritos. Las sombras que se disuelven con una estrella, la infancia que no acepta crucifijos ni jerarquías, la misionera que ríe al nombrarse “Milagro”.
Estas Parodias que no enseñan en misa son breves y viscerales. Nacieron para ser leídas de un tirón, y quizás también para ser compartidas con quien ya ha dejado de creer... o aún no ha empezado.
La estrella de mamá
La calle ardía en amenazas. Padre e hijo caminaban rápido, la mano pequeña temblaba aferrada a la suya. De pronto, dos sombras frenaron sus pasos; brilló el acero. «Tranquilo, hijo», susurró, aunque sentía cerca la muerte. El niño cerró los ojos, confiando. Entonces, una luz inesperada alumbró la calle, cegando a los agresores. Frenos chirriaron, voces llegaron. Huyeron las sombras, tragadas por la noche. El padre, aún temblando, abrazó a su hijo. «¿Estás bien?» El niño asintió, sonriendo inocente. «Te dije que mamá nos cuidaba desde el cielo». El hombre miró arriba; una estrella parpadeaba, cómplice silenciosa del milagro.
Más miedo a los vivos
Me llaman Karla. Lo mío era castigo tras castigo porque yo preguntaba por qué a los pobres les daban arroz mientras las monjas comían pargo o mero y decía que eso a nuestro señor no le hubiera gustado porque él hizo los peces para todos.
Mercedes me apretaba el brazo y se ponía a llorar. Ella se hincaba y rezaba por mí con los ojos cerradísimos. Parecía un angelito. Las monjas decían a mis padres que mi hermana era perfecta para formar la congregación y yo me la imaginaba encerrada en esa vida, como en una cárcel con ropa horrible y un grillete de crucifijo grandote: "No lo podía soportar".
En esas vacaciones nos vino la regla. Primero a Mercedes. Luego a mí, Narcisa, que nos cuidaba cuando nuestra madre estaba fuera, fue quien nos explicó, que, con la ayuda de un hombre, ya podíamos hacer bebés. Eso era absurdo. Ayer no podíamos hacer una cosa tan demencial como crear un niño y hoy sí. Es mentira, le dijimos.
Narcisa era pequeña de tamaño y edad, apenas dos años mayor a nosotras, pero parecía haber vivido unas quinientas vidas más. Nos estaba haciendo sufrir cuando dijo “Tienen ahora que cuidarse más de los vivos que de los muertos, hay que tenerle más miedo a los vivos”.—Ahora son mujeres —dijo. La vida ya no es un juego.
Mercedes se puso a llorar. No quería ser mujer. Yo tampoco, pero prefería ser mujer que un gallo de pelea.
Rosario se llama Milagro
En todos esos rangos intuyó una fragilidad de novicia maniatada por su propia timidez, no puedo evitar el recuerdo de dos versos infrarrealistas de Cesárea Tinajero Bolaños:
Se que nada me justificará mientras viva,
porque yo misma soy mi propio obstáculo
— Llevo esta ciudad en mi nombre —aclara la misionera, riéndose con los ojos —. Me llaman Rosario, pero me deberían llamar Milagro.
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