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La Ciudad Universitaria


Primera parte: El hombre que bebe cerveza y lucha por vencer las sombras.


Era un día domingo de Octubre del año 1984. En una de las sillas de la tribuna central del Estadio de la Ciudad Universitaria, estaba sentado el arquitecto Fernando Bellasartes. Bebiéndose una cerveza. Era el día que jugaba el Caracas como equipo local contra el Magallanes. Fernando conocía muy bien las cajas refrigerantes colocadas debajo de las tribunas. Eso lo aprendió cuando fue el supervisor general de la restauración del estadio de beisbol para los juegos Panamericanos del año 1982. En el interior de las cajas se podía almacenar cuatro mil recipientes con treinta y seis botellas de cervezas cada uno. Un total de ciento cuarenta mil cervezas. El estadio podía alojar un máximo de veinte mil fanáticos, generalmente los domingos. No se necesita ser un matemático para calcular el promedio potencial de botellas de cerveza consumidas por cada fanático. Siete cervezas por cada uno. Tampoco se tiene que ser muy inteligente para saber que algunos no bebían. Por lo tanto, el consumo promedio de cerveza sube un poco. Total, vender cerveza es un gran negocio. Menganito, el vendedor más popular, cargando un contenedor repleto de cervezas, gritaba «Una fría…una fría». Alguien o muchos al mismo tiempo decían: «Pásame una Polar, o mejor dos». Y diez bolívares iban de mano en mano hasta que llegaban a las palmas de Menganito. Pero a pesar de vender muchas cervezas, lo que obtenía mensualmente no era suficiente para mantener a su familia aún realizando ese duro trabajo.


Al final del juego, Menganito se atrevió a acercarse a Fernando, para preguntarle:


—¿Quién recibe el monto total de la venta de cervezas por juego?


—No lo sé exactamente, lo que si sé; es que no es la Universidad Central —contestó Fernando —. Alguien lo debe saber. Y se despidió de Menganito.


Fernando Bellasartes había sido muy amigo de Carlos Raul Villanueva, después de haberse destacado como uno de los mejores estudiantes de la asignatura “Composición” en la Facultad de Arquitectura. Villanueva fue su director de tesis. Fernando revocaba a menudo una de las anécdotas que le había referido Villanueva: las aventuras en la terraza de la Biblioteca Central para el año 1950. Fernando, cargado de sueños, continuaba en su lucha por el rescate de las instalaciones de la Ciudad Universitaria. Un día, del cual no recordaba el mes, el techo ondulado del pasillo que iba hacia la puerta de entrada del edificio de la Facultad de Arquitectura, le cayó encima y le aplastó la cabeza contra el deteriorado piso de concreto.


Fernando Bellasartes, regularmente, hablaba sobre un régimen cuya noción de preservación era mantener la cultura universitaria bajo una tumba. En un absoluto abandono. Refería que así pensaba el régimen sobre la Ciudad Universitaria. No era solamente una copia de gobiernos anteriores. Era, más bien, una extensión de abandono elevada a la máxima potencia. Representaba no haber entendido que la Ciudad Universitaria —es decir la Universidad Central de Venezuela— es una institución más vieja que la república en sí misma. Es por eso que, indudablemente, Fernando pensaba que era inadecuado llamarla la institución más antigua de la república. Sin lugar a dudas era más vieja que ella.


Un día de Diciembre del 2021, la Universidad cumplirá trescientos años de fundada, con una Ciudad Universitaria orgullosa de ser patrimonio cultural de la Unesco desde comienzos del siglo XXI. Fernando esperaba estar recuperado, para ese día, del golpe en la cabeza de hace un par de años. Pero, increíblemente, el techo ondulado todavía estaba en el suelo. Ese techo ondulado que ahora acumulaba agua, y en donde ahora no se hubieran podido ocultar los guerrilleros de los años finales de 1958. ¿Por qué? Se hubieran ahogado, y ni una sola bala se hubiera necesitado para eliminarlos.


Otro día, Fernando desde la Tierra de Nadie miró hacia la terraza de la Biblioteca Central. Esa terraza que en los años cincuenta albergó un restaurante tan lujoso como el que existía en la cima del cerro Ávila, en el Hotel Humboldt. Las aventuras que sucedieron en la terraza son inenarrables. Fernando luchó por mucho tiempo para que alguien se las contara en detalle. No tuvo éxito en conseguir la información. Los que la sabían ya estaban muertos.


Cuando estaba reconstruyendo el estadio de beisbol, encontró un hecho inesperado. Él quería colocar las sillas originales, esas de madera con tablones separados que no eran las más cómodas, pero eran parte del diseño original; ¿estamos reconstruyendo, cierto?, muchas veces cuestionó; entonces porqué colocar otras sillas. Las sillas originales estaban acopladas en bloques, seis en un solo bloque. La sorpresa vino cuando las trataron de poner de regreso en las gradas y encontraron que no podían; ¿muchas veces se preguntó el porqué? Simplemente, tenían un orden muy preciso para ajustarse a la curvatura de las gradas. Cuando las removieron para limpiarlas, nadie se ocupó de anotar el orden. Siempre lo mismo. Al final, unas sillas nuevas ocuparon la tribuna techada. Más de lo mismo. En vista de los incovenientes, Fernando se fue a nadar a la piscina de la Ciudad Universitaria, que no estaba bien cuidada, como en la época que él fue estudiante. Ya el Sr. Pintado no estaba allí para hacerlo. Sí, ese que le ponía un tinte especial al agua para detectar si alguien se orinaba en la piscina. La mancha la veía desde las ventanillas de vidrio que colindaban con el vestuario. Salía y se lo decía en voz baja a la persona, que por supuesto no se había enterado de que lo habían descubierto. Evidentemente no volvía a hacerlo o simplemente no regresaban nunca más a la piscina.


Un día del cual no recuerdo la hora, Fernando ya cansado por los años tratando de vencer las sombras, decidió hacer algo diferente y se fue al Aula Magna a contar cuantas nubes de Calder había en el techo, y después caminó hasta el gimnasio cubierto —la cachucha o ballena le decían algunos—. Se sentó en una silla y se durmió en minutos. Cuando despertó, el agua de lluvia todavía estaba cayendo por toneladas, desde una apertura en el techo de la ballena, sobre todo su cuerpo.


Nota: Foto de la portada de Julio Cesar Mesa @juliotavolo

Nota: La segunda parte aparecerá en el libro "Microrrelatos Magicos", a finales del 2021. .

 
 
 

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