Cinco formas de escribir a la intemperie
- Luis José Mata
- 11 jun
- 3 Min. de lectura
Prólogo
Hay quienes escriben desde la comodidad del prototipo, la fe o el marketing. Y hay quienes lo hacen a la intemperie: sin abrigo ideológico, sin promesa de lectores, sin más esperanza que el temblor de una frase que aún no existe. Estos cinco microrrelatos exploran —con emoción, ironía, lirismo, erudición y desesperanza— las múltiples formas de escribir sin refugio. Son variaciones sobre una misma pregunta: ¿por qué seguimos escribiendo cuando ya no hace falta? Esa pregunta —ingenua y terrible— se esconde detrás de muchos textos que nacen sin abrigo, sin contrato, sin consuelo. Algunos la evitan. Otros la convierten en poética. Estos cinco microrrelatos la atraviesan. Cada uno explora una forma distinta de escribir desde la intemperie: como decisión, como fracaso, como herencia, como oración o como gesto final. Quizás no haya respuesta definitiva, pero sí un eco compartido. O un temblor. O una servilleta olvidada.
El que escribe para no volverse costumbre
Vivía en la intemperie, pero no por falta de techo: era una elección. Su refugio era el relato. Caminaba por ciudades invisibles, traducía el viento, escuchaba el rumor de lenguas muertas en los mercados. Sabía que escribir era un acto expuesto, como tender la ropa bajo tormenta. Quienes lo leían no lo sabían, pero cada frase había sido golpeada por la intemperie, sin gramática de resguardo, sin doctrina ni red. Una vez, alguien le preguntó por qué no se guarecía en géneros seguros. Él respondió: “Porque el mundo ya no tiene techos donde resguardar la verdad.” Desde entonces, sus palabras solo buscaban una cosa: no volverse costumbre.
El que nadie tomaba en serio
Decía que vivía “en la intemperie”, como si eso lo volviera más verdadero, más literario. En realidad, lo habían echado de todas partes: revistas, talleres, incluso de un club de lectura donde osó leer en voz alta a Bolaños. Escribía como quien lanza botellas al mar, aunque en su caso el mar era un archivo que nadie abría. Rechazaba el refugio del género y del mercado con la convicción de quien nunca fue invitado. Aseguraba que sus frases “olían a óxido”, que no buscaban lectores sino resistencia. Pero cuando alguien lo leía por error, se disculpaba. Al final, lo único que lo mantenía a salvo era el hecho de que nadie lo tomaba en serio. Y en esa intemperie —autoimpuesta o no— seguía escribiendo, por si acaso algún día llovía sentido.
El que fue escrito por otro
Redactaba crónicas del desamparo con la devoción de un amanuense ciego. Había leído que en Alejandría, un escriba solía escribir sin saber si alguien leería jamás. Él también escribía así: para nadie, desde una intemperie sin mapas ni consuelos.Un día soñó que otro hombre —idéntico a él, pero más antiguo— trazaba las mismas frases en un manuscrito olvidado bajo el polvo de un convento. Despertó sudando: sospechaba que era apenas la nota al pie de una obra no escrita. Desde entonces, solo corregía. A veces agregaba una coma. A veces la quitaba. Porque en su fuero íntimo sabía que escribir era esto: intentar fijar con palabras una intemperie que ya había sido escrita por otro, hace siglos, en otra lengua.
El que no despertaba al misterio
No tenía casa, pero sus palabras dormían bajo la sombra de un árbol sin nombre. El mundo, decía, era una página arrancada por el viento. Sus frases eran breves, como quien no quiere despertar al misterio. No escribía por vanidad ni por memoria, sino porque había oído —una vez— que el silencio también necesitaba traducción. No corregía: decía que la intemperie no tiene borradores. Y cuando caía la noche y el cielo era una página en blanco, leía en voz baja lo que nadie oiría. Quizás, pensaba, Dios escribe igual: para que alguien escuche cuando ya no quede nadie.
El que dejó una frase en una servilleta
Karla escribía como quien deja testamento antes de rendirse. No creía en la belleza, apenas en la resistencia. Leía por hábito, no por placer. Escribir era lo único que no se había vuelto mercancía… todavía. Vivía en una pensión húmeda, donde el wifi fallaba y los vecinos no hablaban. Su última novela fue ignorada incluso por los algoritmos. Le pareció justo. A veces pensaba que el mundo entero era una intemperie con luces de neón y descuentos. A veces, no pensaba nada. Una noche escribió en una servilleta: “La literatura es la manera más elegante de fracasar con estilo'". La dejó en el bar, sin nombre. Nadie la leyó. Al salir, llovía. Por primera vez, Karla no buscó refugio.
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