Aurelina la heroína
- Luis José Mata
- 3 feb 2023
- 6 Min. de lectura
Cuando comencé a narrar esta historia, todavía Aurelina estaba viva
Alivio L. Esparrago, 2021
Alivio Esparrago acababa de cumplir treinta y seis años cuando decidió estudiar y escribir sobre la vida de Aura Elena Lina, alias Aurelina. Ella fue la esposa de Leo Pardo. Él murió asesinado a los treinta y seis años en una calle de San Agustín. Convirtiendo a Aurelina, en el año 1952, en la viuda de Leo Pardo.
¿Cómo sucedió el asesinato? Es algo que Alivio estudia con sumo cuidado, revisa periódico, noticias y declaraciones, incluyendo las que aparecen ahora, casi treinta años después del cruel asesinato de Leo Pardo. Todo sucedió, cuando viajaban en un carro manejado por David Bello. Alivio encuentra que en unas declaraciones a la televisión, Bello dijo: «Yo me baje del carro y me fui corriendo hacia el pasaje cinco de San Agustín del Sur, algunos lo llaman el pasaje “La Cocinera”. Leo siguió por la avenida principal de San Agustín, donde se enfrento valientemente en contra de sus asesinos». Bello, por supuesto supo de la muerte de Leo Pardo, días después, cuando logro regresar de los montes —si, de los matorrales— que comenzaban al final del pasaje cinco. Ese pasaje que terminaba al comienzo de los cerros donde los realmente pobres ya vivian en los mal llamados “ranchos” en el año 1952.
Leo Pardo sufrió sin rendirse durante los años de la clandestinidad, no era como algunos de los personajes, en la novelas de William Faulkner, que no resistían las luchas en sus territorios. En los cerros Leo había conocido a sus pobladores, esos que llegaron y cercaron con tablas torcidas un pedazo de suelo lleno de monte y así lo convertían en sus terrenos propios aunque pertenecían al estado. Esperaban un tiempo y construían una casa con techo de zinc y bloques de concreto. Nunca pintaban los bloques de las paredes de la casas. Pero si colocaban letreros que decía: «Mi hogar no se vende se defiende».
Alivio recordó que en una visita a Madrid, unos cuantos años después de la muerte de Leo, había visto un vecindario en las afueras de Madrid que había sido construido de una forma similar a los construidos en los cerros de San Agustín. Con esfuerzo le resonó el nombre de ese sitio: La Cañada Real, ese barrio que comenzó a poblarse por los años sesenta. Había hablado con Gregorio Montes que después de recoger sus cosechas, se hizo con unas estacas y unos cables y delimitó con ellos una finca —un territorio propio— en mitad del campo. Quedaba cerca del camino vial, a catorce kilómetros de la Puerta del Sol de Madrid. Allí, en esa zona, también había letreros escritos en las paredes de las casas, el que más le impresionó a Alivio, fue uno que decía: «Nadie es perfecto». Otro aviso en el medio de una de las destartaladas calles indicaba la marginalidad de la zona, el aviso indicaba: «murió Franco llego la democracia». Sí, la democracia que Albert Camus llamó: «el ejercicio social y político de la modestia».
Bello se escondió en casa del señor Pintado, un obrero que trabajaba limpiando cuidadosamente la piscina de la Universidad Central. Los obreros eran parte de la clandestinidad, no les importaba el peligro. Total no tenían mucho que perder. Ayudaban a engrandecer la lucha por la libertad. Buscando el apoyo de ellos fue la razón por la cual ese día —el día que murió—, Leo había ido a San Agustín con un maletín lleno de dinero para que ellos —los pobres de los cerros— continuaran viviendo y luchando. Pero él no llego a entregárselo. Murió en el intento. Bello fue el que penetro en los cerros huyendo de los asesinos de Leo. Nunca se supo donde llego el dinero. Sin embargo, el esbirro Ricardo Panzón converso con Alivio en el año 1990 y le refirió lo que transcribo:
“En verdad yo espiaba más que torturaba, los que torturaban en la Seguridad Nacional me dateaban información y yo la utilizaba para mi ventaja (conseguía dinero) o en algunas escazas ocasiones detalles escalofrianteses, para el provecho del gobierno. Supe que Leo Pardo venia a San Agustín por un dato confidencial, de último minuto, de un compañero de partido del fallecido”.
¿Es la ficción una mentira que encumbre una profunda verdad?, se preguntaba Alivio a medida que seguía investigando los hechos ocurridos, cuando todavía era demasiado joven. En verdad deducir cuál era la profundad de la verdad, era la cuestión importante. Porque al final la ficción, no es una mentira, es solo la mejor descripción de la realidad.
Lo que no fue una ficción fue la truncada toma de un aeropuerto militar, por allá en el año 2020. Todo eso provocó un deslumbre en el pensamiento de Aurelina, que comenzó a intuir la llegada a Madrid de Anillai Tiriton. Para esa época Alivio había comenzado el proceso mental de peinarse la raya en la cabeza exactamente en la mitad del medio, otro día de lado derecho y al final de la semana del lado izquierdo. «Cosas de la edad», decían los enemigos. Aunque más bien parecían esencias dependientes de los análisis políticos de Alivio. Una vez conversando con Yolivia, —su compañera de trabajo— hace unos cuantos años atrás, surgió la idea o duda si las opiniones sobre una cosa en particular pudieran lucir como una visión extremista de la política, Esas cosas que cualquiera dice sin pensarlo dos veces. Esas cosas que provocan cerrar las cejas del próximo. Frases que parecen estereotipadas. Como le dijo una vez un intelectual de la política: «tus opiniones contienen un sesgo implícito». Esas expresiones que muchos enemigos confundían con opiniones racistas o extremistas. Pero ¡No! Alivio no pertenecía a esa malévola clase de persona.
Un día cualquiera en la ciudad insaciable. Alivio con voz suave y transparente levantó la voz, preguntándole a Yolivia.
—¿Has buscado en ese sitio?
Debemos encontrar los espectros de la corrupción, no tenemos que cavar muy hondo, está a flor de labio. Sería la gran vaina, ¿no? Tu padre ¿donde nació?
—En un pueblo que se llama Enujaque.
—¿Enu…qué?
—Enujaque.
—¿Por dónde es eso?
—Por allá arriba.
—Tu padre sería europeo, pues.
—Si de Galicia.
—Casi lo mismo.
Había en el suelo, una concha grande, curveada hacia adentro, sobre la que se sentaban a conversar por horas. Se enteraron que en el exilio, Aureliana y las otras dos viudas. Esas dos viudas que fueron esposas de dos líderes políticos, asesinados por diferentes gobiernos, del que estuviera de turno. Se habían encontrado en el barrio Tetuán en Madrid. Allí, discutieron o mejor dicho conversaron, sobre los últimos sucesos acaecidos en su tierra, en su lejana aldea. En el insaciable país. Pero también codiciado y anhelado por ellas.
Aurelina, recordó nuevamente el asesinato de Leo Pardo. Después del suceso, la forzaron a salir del país, mejor dicho la expulsaron del país, la subieron a la fuerza en un avión de una aerolínea mexicana, sin boleto de regreso. Llego a México. Pasó unos meses allí, sin casi nada de dinero. Trabajo de mesonera en un restaurante. En algunas ocasiones sustituyendo al cocinero preparaba tacos al estilo caraqueño. Los ofrecía como la arepa reina pepiada. Por medio de una ayuda económica que recibió desde Caracas pudo viajar a España. Sin embargo, los días después de la muerte de Leo Pardo no los podía olvidar. El sufrimiento fue más que doloroso. No solo por la pérdida de su esposo. También por la cosas que oyó con respecto al asesinato. ¿Cómo sucedió? ¿Quién lo delato? ¿Quién lo abandono en el momento que detuvieron el carro? ¿Dónde iba a seguir con la lucha? ¿Quiénes se le acercaba a ella? ¿Querían aprovechar la circunstancia de su viudez? Todo esto no tuvo una respuesta rápida y algunas cosas no tuvieron respuesta alguna. Lo cierto es que a ella la quisieron convertir en víctima, aunque al final ella resulto ser una protagonista. En verdad, si, Aurelina era un ídolo. Pensaba que las ilusiones del patriotismo no tienen fin. Toda viuda de un político asesinado se convierte en una heroína para poder sobrevivir. Ahora Aurelina descansa con los ojos cerrados. ¿Continuaran las otras dos viudas luchando o adaptándose?
«La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y como la recuerda para contarla»
Gabriel García Márquez en “Vivir para contarla”, 2002
«Pero lo que natura non da, Salamanca no lo presta»
Anónimo
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