Armand en bicicleta
- Luis José Mata
- 6 may 2022
- 9 Min. de lectura
En un lugar del sur de Francia, muy cerca de Saint Tropez, escondido en un viejo armario, se encontraba un libro con cientos de recetas originales provenientes del antiguo restaurante de la señora Gassin. Un día cualquiera de verano, Odette y su tío Jean-Luca se alegraba con la idea de empezar a cocinar muchas comidas exquisitas, siguiendo al pie de la letra las muy antiguas recetas. Lo harían en la bella casa de piedra, en la Rue Tasco. Con muchos días seguidos llenos de sol era una tarea fácil de realizar; el sol traía alegría al ambiente y permitía ir al mercadillo muy temprano por la mañana para comprar los ingredientes necesarios. Eso lo hacía Armand. Odette miró a Armand, el chico que Jean-Luca había traído a la casa, y le dijo:
—¿Estás listo para ir al mercadillo de pescado y legumbres en Saint Tropez?
—Sí —respondió Armand, con alegría —. Me figuro que debo conseguir legumbres y un buen pescado, ¿cierto?
—Sí, como de costumbre —le enfatizó Jean-Luca —. ¿Qué tal está la bicicleta?
—Perfecta —dijo Armand.
Armand apenas tenía catorce años. Con sus muy atléticas piernas podía rodar los diez kilómetros entre Gassin y el puerto de Saint Tropez en menos de una hora. Al regreso lo hacía casi en el mismo tiempo, a pesar de que tenía que remontar más de 160 metros con una gran pendiente. Armand siempre estaba atento al mantenimiento de su bicicleta. Era la única forma de lograr hacer las trayectorias difíciles. Pero no todas las veces acertaba. Una mañana arrancó más temprano que otros días. Quería detenerse a mitad de camino, en la panadería de la señora Servant, y preguntar por el pastel más dulce del día. Un momento antes de salir, Odette le entregó un papel amarillo donde le había escrito las cosas que debía comprar para las dos comidas de ese día, y con voz profunda le dijo:
— No se te olvide decirle a Gastón que quieres el mejor pescado; el más fresco del día—. Tú recuerdas bien quién es Gastón ¿cierto? Pero para que no se te olvide: él es el joven de pelo muy negro del mercadillo.
—Así lo haré —respondió Armand, y saltó sobre el asiento de la bicicleta, y comenzó el viaje inmediatamente.
Pedaleó casi sin parar hacia la panadería, pero unos instantes antes de llegar allí, movió su cabeza sin mucha precaución, para leer un aviso que estaba del lado izquierdo de la carretera. Las letras más grandes anunciaban las ideas del partido conservador sobre la inmigración en Francia; en particular en el área de Saint Tropez. No logró leer el mensaje completo porque un conejo se le atravesó y al tratar de frenar la bicicleta se fue directo contra las rocas que sostenían la madera desgastada donde estaba el aviso. La cabeza de Armand pegó contra la parte inferior de la roca rojiza y Armand se desmayó de un tirón.
Lo llevaron inconsciente en una camilla estrecha al hospital local. Lo acompañó Marisol, una chica con ojos azules deslumbrantes y una delgadez hermosa. Ella había oído el terrible grito desde la oficina de entrada del hotelito, justo al lado de la panadería. Corrió hacia el lugar donde pensaba que había salido el angustiante sonido y fue allí donde vió a Armand tirado en el suelo con los brazos extendidos; parecía que no estaba respirando. Regresó a la oficina, temblaba sin parar; angustiada y con una voz temblorosa llamó al número de emergencia solicitando ayuda. Marisol había visto a Armand dos semanas atrás en el mercadillo, cuando él se acercó a comprar las legumbres que le había anotado, esa vez Jean-Luca, en el papelito amarillo. Ella le había sonreído con cierta picardía. Él no le prestó mucha atención a sus coqueterías. Lo que le preocupaba era que le dieran lo mejor que había en el puesto de legumbres. Sin embargo, ella le dijo: «nos vemos la próxima semana».
Y así fue, aunque de la peor manera. Mientras lo acompañaba hacia el hospital veía que Armand no movía ni un dedo. «¿Estaría soñando o inconsciente?», se preguntaba Marisol. Armand no sabía qué estaba pasando, se le cruzaban miles de percepciones: ¿Estaré soñando? ¿Será que estoy en un quirófano? ¿Cómo me van a encontrar Odette y Jean-Luca? ¿Quiénes me están acompañando o estoy solo? ¿Qué será de Therese? ¿Dónde estará el señor calvo? Todo era un ir y venir de sensaciones. Empezó a sentir escalofríos. Odette y Jean-Luca recibieron la noticia de la caída de Armand después de un largo tiempo, y tardaron muchas horas en llegar al hospital que quedaba en la vía hacia Saint Tropez, ya que era verano, comenzaba la temporada de turistas, y el tráfico era de espanto. Era por eso que Armand hacia los mandados en la bicicleta.
Cuando Armand despertó vio que estaba en un cuarto blanco por todos los lados, como las flores de los árboles de azahar en Marruecos, en donde estuvo hasta los cinco años de vida. Desde allí llego en una barcaza a la península de Saint Tropez. Vivió otros cinco años en “La Madriguera”, recogiendo las flores del jardín y acariciando a Ubar, el perro de la dueña de la casa. Un día decidió irse, estaba aburrido de oír las conversaciones en contra de los inmigrantes, por parte de los visitantes que aparecían todos los días en cualquier rincón de la casa. Una tarde se sentó en la parte de afuera de la puerta de salida de los sirvientes y allí mismo, ya que ese día estaba de muy buena suerte, lo encontró y lo recogió Jean-Luca, y se lo llevó a Gassin. Allí empenzó su aprendizaje de cómo cocinar bien.
Las únicas cosas que no eran de color blanco en la habitación del hospital eran los ojos azules de Marisol. Ella estaba sentada en una silla, en un rincón, cerca de una ventana abierta. Había estado allí todas la semanas que Armand estuvo sin despertar. En su mano tenía el papelito amarillo que Armand llevaba en su bolsillo el día del accidente. Cuando lo vio moverse y abrir los ojos, lo único que se le ocurrió decir a Marisol con emoción fue: «Tenemos que ir a comprar las huevas de lisa y las groseilles al mercadillo» y lo dijo tal como lo había leído en el papelito.
Al mes después del contratiempo, Armand, estaba totalmente recuperado. Decidió visitar “La Madriguera”. Quería averiguar dónde estaba el señor calvo que había conocido años atrás. La dueña de la casa, lo llamaba Pablo. Él una vez, le propuso que fuese su modelo. Lo pintaría y le regalaría la pintura. Pero Armand rechazó la idea. Hoy en día se preguntaba ¿Por qué lo hizo? Pablo le había ofrecido catalogar la pintura como, “El inmigrante ilegal” ¿Quizás, por eso fue el rechazo? Lo que sí urdió fue continuar llevando a la playa de Saint Tropez Sur Le Bateau, una sombrilla inmensa, que Pablo usaba para proteger del sol a su musa. Al mediodía, usualmente Pablo regresaba al taller que la “dueña” —así la llamaba Armand— de La Madriguera, improvisó para Pablo. Allí le ordenaba a la musa que se sentara, que pusiera sus brazos sobre el soporte del brazo de la silla, y que dejara sus manos colgadas en el aire. Pintaba desesperadamente, pero no lo que veía sino lo que se imaginaba. Cuando la musa veía la pintura terminada, lo primero que decía era: «Veo que mis manos parecen unas garras y mis ojos están descolocados con respecto a la nariz y se ven como un par de huevos fritos». Armand se había enterado de que esa pintura se vendió en una subasta por más de sesenta mil euros. ¿Qué hubiera pasado si me hubiera dejado pintar?, se preguntaba Armand. La respuesta le venía instantáneamente: «Hoy sería un nuevo rico». Pero en realidad no le importaba. Sentía que había tenido mucha suerte de que Jean-Luca lo había llevado a vivir a su casa en Gassin, junto con Odette. Estaba contento de haber resistido la tentación de ser pintado o deformado por Pablo. Si Pablo le hubiera dicho que iba a llamar la pintura: «Inmigrante valiente», quizás le hubiera dicho que si aceptaba ser el modelo. El día que llegó a La Madriguera, tocó la puerta de servicio, la misma por la cual había salido cuando decidió marchase de allí. La abrió Therese, la cocinera, lo vio con cariño y le preguntó:
—¿Qué haces aquí? —. Pensaba que nunca regresarías.
Armand cuando la abrazó, se recordó que ella le daba más comida que lo que estaba dispuesto —presupuestado— por la “dueña”. Le contestó, en cierta forma preguntando:
—¿Sabes dónde está el calvo Pablo?
Con una voz un poco triste, Therese, le respondió:
—Está enfermo de algo en los pulmones, seguro que por tanto andar sin ropa en la playa, y también en la casa. Vive en Mougins, algo lejos de aquí, en una casa vieja; lo cuida su esposa actual, Jacqueline. Armand la oyó con cuidado y se despidió de Therese, diciéndole:
—Gracias y agregó —: Tú eres lo único bueno que hay en esta casa en ruinas.
Armand regresó a Gassin, esperó el fin de semana y partió hacia Mougins. Pensaba que llegaría en un poco más de cinco horas, pedaleando suavemente su bicicleta, y siempre recordando el accidente de hace un par de meses. Llegó en la tarde e inmediatamente fue a la casa de Pablo. Estaba un poco asustado, pero tocó la puerta de entrada. Le abrió Jacqueline y él sin titubeo preguntó por Pablo. Ella le respondió: «Él esta convaleciente de una terrible enfermedad, no obstante trabaja como un desesperado, algo lo motiva al extremo», y con suavidad le dijo, como si se estuviera preguntando:
— ¿Quizás siente venir el término de su vida?
—¿Lo puedo ver? —preguntó Armand.
—Creo que sí — dijo ella —. Quizás en un par de días.
Pablo pintaba día y noche, como si no lo hubiera hecho nunca, como si no estuviera enfermo. No comía casi nada porque eso le empeoraba su enfermedad. El color predominante en sus pinturas era el amarillo. El mismo no sabía la razón, si es que la había. Siempre había una cara como deformada en cada pintura, pero de singular aspecto. ¡Cosa no sorprendente, por lo demás!. Evocaba que el 3 de Mayo del 1968 despertó temprano, como lo hacía todos los días. Esa vez no salió al jardín a ver el azul del mar. En lugar de eso, se fue a la cocina y sintonizó Radio France que en ese momento anunciaba la toma de La Sorbone por parte de estudiantes. Esa noticia le produjo alegría. Se sentía joven, tal como eran los estudiantes. Recordó que siempre había pensado que una persona tiene la edad de la musa con quien anda. Ahora reposaba en su mecedora, y comenzó a dibujar en su mente, la cara, los brazos y los senos de la musa que se imaginaría en las horas de la tarde. No dudaba que la cara sería amarilla, los senos redondos como una luna llena, con un color azul, como el mar del Mediterráneo, el cual había visto cuando niño en la playa de Rincón de la Victoria, y los brazos blancos alargados. El fondo sería rojo, como la sangre que se derramó en Paris en los días del 68. En los días de la revolución utópica.
Se fue a la cocina y se tomó un té que le había dejado preparado Jacqueline, su esposa en ese momento. Regresó a la sala y comenzó de nuevo a oscilar la mecedora, hacia adelante y hacia atrás; parecía que quería auto hipnotizarse. Se le ocurrió esta vez que pintaría un mosquetero, esos que habían dicho: «uno para todos y todos para uno». Algo parecido a lo que alegóricamente dijeron los estudiantes parisinos, cuando gritaron «Nous voulons tout et nous le voulons maintenant». Era un eslogan que todavía se podía usar, pensaba Pablo. En ese momento se apareció Jacqueline y le preguntó: «¿Por qué gritas, queremos todo y lo queremos ahora?». El no respondió, estaba imaginando oír en su poderosa mente la música de Debussy, tocada por Collete Maze, a la que conoció, por allá en 1929, en la “Ecole Normale de Musique”, cuando pasó rápidamente por Paris. Ella todavía no había grabado nada en absoluto. No la había oído otra vez. Se había convertido en su musa musical. Sus 87 años no le impedían entretenerse imaginariamente.
Todo le pasaba al mismo tiempo: las pinturas a hacer, la música a oír, la próxima musa a tocar. Al final de la noche de ese 1973, decidió pintar a oscuras, quizás Pablo presagiaba su propia muerte. El observaba desde la ventana de su taller el rumor del tiempo, imaginaba la lejanía de las playas de cuando era niño, por allá en Málaga, y la oscuridad de la noche. Lo único que quería hacer ahora, era pintar un bebé metiendo sus pequeños pies en la arena mojada, tal como él lo hizo en 1882. Así lo hiló con mucha tristeza. Jacqueline entró en el taller como a las doce de la noche y lo encontró tirado en el suelo sin respirar. Ella no dijo nada, se dio cuenta inmediatamente que Pablo no pintaría nunca más, y que Armand no podría verlo otra vez.
Pasaron unos cuantos años y en el 2021 Armand se fue a vivir a Barcelona. Quería conseguir su formación como gran chef, y se inscribió en un curso de gastronomía efectiva organizado por Ferran Adrià. Por supuesto, ya Armand no era un joven. Tenía un poco más de sesenta años y seguía rodando en una moderna bicicleta. «Pero qué importancia tiene la edad», se repetía constantemente. En el curso culinario había muchas mujeres jóvenes. Un día oyó cuando planificaban una protesta en la Calle Moncada, en frente del Museo Picasso. Se les acercó y les dijo: «Las acompaño, hace mucho tiempo conocí a Pablo, el gran artista, quizás el más importante del siglo XX. Sin embargo, recuerdo claramente que no trataba bien a sus musas: a las mujeres que dominaba y pintaba como brujas».
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