top of page

Anabela, la historiadora sensible


Capítulo I de Rastro de los recuerdos

Sentada sobre un baúl a tres cuartos del siglo pasado, Anabela Boccheti recordaba las aventuras de Mero, su abuelo añorado, cuando él navegaba su lancha tipo peñero alrededor de las complicadas aguas del mar de una bonita isla caribeña. Anabela vivía en Pals, un pequeño pueblo medieval de la Costa Brava, lugar donde había comenzado su gran lucha, siendo muy joven, por los pobres inocentes que se la pasaban por las calles buscando algo que comer.


—En ese momento, el hambre en Pals estaba a la vuelta de la esquina —comentaba Tiburcio, cuando conversaba con Anabela, en una de las nuevas terrazas, recientemente abiertas en las aceras de las calles que estuvieron destruidas durante muchos años.


—Sí —y enfatizó—: el único mensaje en ese periodo era la idea de la revolución contra el hambre. Cambiando de tema… ¿Cómo se llamaba mi abuelo?


—En realidad, no recuerdo su nombre de pila. Como tú sabes, le decían Mero en la magnífica playa donde pescaba todos los días de la semana, quizás por su piel pálida.


Mero había construido una bella casa a la orilla de la playa, entonces algo bastante difícil, ya que la única forma de llegar a Playa Pescador en ese tiempo era por el mar. La casa era de techo alto de palovera, puertas y ventanas de caoba bien trabajada y con espectaculares columnas. El cuarto de “hacer las necesidades” quedaba en el patio trasero y parecía un corral lleno de gallinas e incluso en una oportunidad hubo hasta un morrocoy que terminó, en una Semana Santa, cocinado por la abuela. Todos los que vivían en la casa se duchaban directamente con agua de lluvia. A medida que llovía, en un tanque grande de madera almacenaban el agua y así tenían disponibilidad para surtirse durante los varios meses de sequía.


—En esa misma casa, Anabela, pasaste tus primeros cinco años y de noche, te daba miedo ir hasta el patio trasero —le dijo Tiburcio.


Mero permaneció mucho tiempo en la casa que construyó con mucho esfuerzo, hasta que se ofuscó y desapareció buscando una nueva vida. Su última aventura en Playa Pescador fue la de disparar con una escopeta a unas plantas que se tornaban blancas de noche y que los habitantes del poblado, muy afectos a las hechicerías y maldiciones, pensaban que eran fantasmas. Él recordó, unos minutos antes de finalmente partir del pueblo, las muchas veces que se llevó a Tiburcio, cuando todavía era muchacho, a enseñarle cómo pescar mar adentro.


Días más tarde, Anabela, con su nuevo vestido de algodón color azul, caminaba como de costumbre por las calles de Pals pensando en cómo continuar su nueva batalla por la independencia de Cataluña; ya no necesitaba luchar por los desamparados porque estos casi no existían. Lo importante ahora era ser independentista y recuperar totalmente el lenguaje y la cultura como parte del tejido social. En medio de esos pensamientos prácticos recordó algo importante. Tengo que preguntarle a Tiburcio, cuando lo vea de nuevo: ¿Cuál era el nombre de mi padre?


Tiburcio vivía ahora en Barcelona en L'Eixample, en la calle Consejo del Ciento. En la esquina con la calle Urgel estaba el café Berkley, con su ambiente inspirado en los años sesenta, y donde los periódicos del día estaban siempre dispuestos en una bandeja para los clientes. Habitualmente, Tiburcio tomaba allí su desayuno, alrededor de las diez de la mañana; pedía un croissant y un café con leche que disfrutaba no solo bebiéndolo calientito, sino también contemplando la figura distinguida, que sobre la espuma le gustaba hacer a la chica que lo atendía en el Berkley. Pagaba, dejando una buena propina, porque pensaba que así ayudaba a los que tenían menos dinero que él y entonces salía a caminar a lo largo de la calle Consejo del Ciento. Buscando en viejos libros aprendió que se llamaba de esa manera en recuerdo a la asamblea de los cien ciudadanos que supervisaron a los magistrados municipales de Barcelona por unos trescientos años, desde su inicio en el siglo XIII.


Del Consejo de Ciento siempre enrumbaba hacia la calle Enrique Granados. Le gustaba admirar los numerosos restaurantes a lo largo de aquella vía; algunos se veían bastante nuevos, aunque lo cierto es que servían de reemplazo a sus predecesores ya desaparecidos; otros, se podría decir tradicionales, guardaban el estilo de cocinar al carbón y hacer verdadera comida del Mediterráneo. La paella de los miércoles en el Restaurante Ponsa, en esa misma calle, era la mejor de Barcelona, especulaba Tiburcio. Pero al comer el pescado del día, recordaba su hermosa y alejada isla, en donde el “pescao” saltaba fresco del agua a la sartén, y cuando —siendo un muchacho ayudante de pesca— conoció a Mero.


Las actividades de Tiburcio no eran muchas, estaba retirado del trabajo, siempre compraba su buena botella de vino en la tienda de la calle Florida y, regularmente, escribía artículos que se publicaban en La Vanguardia. Para un próximo artículo estaba pensando narrar situaciones ocurridas a sus amigos en Playa Pescador.


Recordaba muy bien el día en que Mero le pidió que llevara a sus nietas a Europa para ver si viviendo las costumbres, las prácticas, las maneras de ser, los tipos de vestimentas y las normas de comportamiento, lograban asimilar la cultura del viejo continente. Quizás ellas algún día regresarían y ayudarían a mejorar las condiciones de vida de los habitantes de su querido y siempre recordado terruño en el Caribe.


Anabela se preparaba para participar en una conferencia de historia en la cual discutiría con los miembros de un panel, cuáles eran las principales características de vida de los inmigrantes en Barcelona, los cuales llegaban continuamente de Suramérica, y, cuál era la vía más fácil para que aprendieran catalán. Pensaba que, de esa manera, los inmigrantes tendrían una mejor comunicación con los habitantes de Cataluña. Ella era una constante luchadora social, así lo había hecho en Pals por unos cuantos años. También aprovecharía la ocasión, para decir algo sobre su procedencia y dónde pasó sus primeros años de vida.


En el panel estaría Octavio, un joven de origen italiano que vivía en Puertomingalvo; pueblo medieval conveniente para meditar y para disfrutar los platos de trufa en el Restaurante El Dao, atendido por su dueño, don Emilio. Octavio los disfrutaba como un placer sexual. Al llegar al sitio de la reunión se encontró con Anabela, y, al verla, inmediatamente se acordó de que se conocieron en una de las bellas calas de la Costa Brava, y el momento en que él se le acercó cuando ella estaba tendida desnuda, boca abajo, sobre la arena. Al sentirlo ella se levantó lentamente, mostrando todo el esplendor de su cuerpo quemado por el sol y sin siquiera sonrojarse caminó con sus pasitos modulados hacia el mar. Octavio no la siguió con su andar, pero sí con su mirada. Pensó en las trufas del Dao y en el ritmo musical del caminar de Anabela; se preguntó en su lengua materna, Se lei sarebbe diventata come una pietruzza nella scarpa, o como dicen en otras partes: “Como una piedrita en el zapato”.


Sentado sobre una vieja silla en la parte de arriba del café Berkley Tiburcio se preguntó si cuando falsificó algunos detallitos durante el proceso para obtener su residencia en Barcelona había mistificado el proceso o a sí mismo. Pero terminaba esa discusión interna con un tajante: No hay mal que por bien no venga. Siempre recordaba su vida en Playa Pescador, ese pequeño pueblo marino donde vivió unos cuantos años atrás, su gran amistad con Mero y cuando él le pidió que llevara a Anabela y a Sabine a Europa. Tiburcio lamentó que hacía algunos años que no veía a Sabine, aunque sabía que estaba en algún lugar de Alemania. Le enviaría pronto un mensaje para decirle que le gustaría volver a verla.

Tiburcio vivió en el Born, un barrio de Barcelona en donde se encuentra la catedral de Santa María del Mar. Su apartamento quedaba en una de las calles más estrechas, el carrer del Mirallers, una callejuela donde en las puertas de entradas de los pisos se pueden apreciar grafitis coloridos, algunos bien pincelados, con un gran acabado artístico y muy representativo de los problemas sociales y culturales. En pocos días, llamaré a Anabela para saber cómo le fue por Puertomingalvo, pensó mientras estudiaba su cara a medida que se afeitaba frente al espejo medio roto de su baño. Ahora Tiburcio estaba feliz viviendo en L'Eixample.


Anabela le preguntó a Tiburcio un día sábado que viajó hasta Barcelona para asistir a la exposición de un nuevo pintor de Pals:


—¿Será cierto que los independentistas reflejan el miedo de los pueblos a perder su total identidad ante el modernismo?


Tiburcio, que ese día estaba tan feliz como un tigre libre, le dijo con relación a su pregunta:


—En verdad no tengo la menor idea.


La exposición era en la plaza pública, donde se encuentra el monumento a Cataluña en el Born, el cual fue construido sobre un camposanto. Allí, ambos conocieron al pintor de nombre Evangélico; cuyas pinturas eran muy modernas con colores agresivos y con representaciones de gatos y liebres. Ellos especularon si aquellas obras intentaban manifestar el mensaje de una nueva cultura artística.


Ambos quedaron menos que impresionados y, para no perder el viaje, decidieron tomar un excelente vino tinto del Piorat y comer un buen jamón serrano en La Vinya del Señor, aspiraban a conseguir una mesa libre en la terraza enfrente de la catedral de Santa María del Mar, cosa que lograron.


—Anabela, ¿cómo te fue en la reunión en Puertomingalvo?


—Bien, fue una buena experiencia, a muchos les agradó mi posición frente al independentismo, pero algunos reaccionaron negativamente —dijo ella—. ¡Claro!, esto era lo que esperaba, tengo que mejorar mis argumentos, sobre todo en lo relacionado con el componente histórico. Pero lo más interesante es que vi otra vez a Octavio. ¿Recuerdas, Tiburcio, al joven italiano que conocí hace un par de años en una cala cerca de Cadaqués? —Él asintió con la cabeza, sin responder—. Parecía estar muy complacido de verme, sobre todo cuando me dijo: «Caminas como una ola y tu cuerpo siempre brilla». Muy, muy romántico... pero lo dijo mientras fijaba su mirada en mi escote, justo cuando tenía la blusa medio abierta y se dejaba ver parte de mis senos —concluyó divertida.


Muy alegres por volver a verse, Anabela y Tiburcio querían seguir comiendo las buenas tapas de Barcelona y se desplazaron hacia La Viñateria del Call. En tanto esperaban en el bar por una mesa se dedicaron a beber, comer y hablar por largo rato. Anabela comentó que durante la reunión en Puertomingalvo, algunos de los presentes se acercaron y le hicieron interesantes preguntas: «¿Será la lucha por la independencia de Cataluña un proceso que permitirá mejores condiciones para los catalanes?». «¿Piensas qué el independentismo hará que Cataluña tenga un mejor servicio de salud?». «¿Es el servicio de salud, actualmente vigente, un sistema sostenible?». «¿Qué es más beneficioso para los habitantes de Cataluña, aprender castellano y catalán o solamente catalán?». «¿Es el sistema de salud en Alemania muy diferente al actual en España?». Una pregunta de un participante le llamó mucho la atención: «¿Incrementará el turismo en una Barcelona totalmente catalana?».


Mientras Anabela comentaba acerca de su experiencia con los asistentes a la conferencia, Tiburcio la miraba con mucha atención, pensando que las preguntas estaban más dirigidas a cuestiones generales que al proceso de independencia y solo eso afirmó, brevemente. En realidad, lo que quería conversar con Anabela era sobre Mero y la vida de ellos en Playa Pescador. Mientras tanto, saboreaban las tapas y apreciaban el vino que estaban, como siempre, excelentes.


Ella dijo rápidamente, antes de despedirse:


—Qué fácil es para algunos fulanos decir que aumentando tanto los ingresos fiscales como la eficiencia del sistema de salud se resolverán, hoy en día, todos los problemas existentes.


—De acuerdo —dijo Tiburcio y agregó—: hay que dedicarle mucho tiempo a pensar en la solución real o en soluciones innovadoras.


—Hasta pronto, Tiburcio, que pases un buen fin de semana —dijo Anabela y se fue hacia la estación del tren para regresar a Pals.


Anabela se preguntaba si era mejor llamar por teléfono o enviarle una carta a su amigo Alberto, que siempre estaba dispuesto a ayudar, solicitándole ideas que sirvieran para mejorar el sistema de salud. Recordó que se conocieron en un congreso, aunque recientemente se habían comunicado muy pocas veces. Ella recordaba que Alberto no era un tipo superficial y era buen médico y, tal vez, le proporcionaría algunas respuestas ingeniosas.


Anabela se quedó en su habitación, muy cerca de la ventana, para ver entrar la luz de la mañana. Vestía ligeramente. Pensó: ¿Cómo debo comenzar la conversación con Alberto? Quizás sería conveniente iniciarla con dos o tres ideas amplias, pero de inmediato se dijo: Aún no las tengo claras en mi mente. Al cabo de un rato decidió ir a caminar por las calles de Pals, era bastante probable que el estilo medieval del pueblo la ayudara a mejorar sus cavilaciones actuales y enfocarse en su preocupación por mantener las conquistas sociales y las culturales.


Recordó el momento preciso cuando llegó, triste y melancólica, al lugar donde ahora vivía, cuando Tiburcio le dijo:


—Ahora estás en nueva tierra y más sola que antes. No olvides a tu hermana pequeña, que también está en otro lugar muy desolada.


Se tocó el cabello y se acomodó su falda que en ese instante se levantaba rebelde debido al viento fuerte que sopla cada mañana. Pensó que quizás sería mejor caminar por la tarde, sin viento y con la luz del sol desapareciendo.


Así lo hizo la tarde siguiente y regresó rebosante de ideas a la habitación de la casa medieval donde vivía. Se sentó en su vieja silla y frente a su antiguo y amado escritorio comenzó a escribirle una carta a Alberto.

Querido Alberto:


No he sido consecuente contigo, perdona. Ahora te escribo porque necesito tu ayuda en relación con las preguntas que escribo abajo, pero primero debo decirte que estoy muy involucrada en la seguridad social, con énfasis en el aspecto de salud en Cataluña, y sé que como médico tus opiniones me serán muy valiosas. Primero que nada, ¿existe una diferencia realmente fuerte entre el sistema de salud de Alemania y el de Cataluña?, ¿los hospitales en Alemania son en su mayoría públicos o privados?, ¿los servicios ambulatorios y consultas funcionan bien o mal en las pequeñas comunidades?, ¿que tal en tu Mehlem?, ¿son asalariados los médicos en los hospitales? Y, por último, para que el número de preguntas sea impar, ¿cómo son los servicios en los hospitales, las habitaciones son colectivas? Estoy segura de que tus respuestas serán de gran ayuda.


Saludos,


Anabela


Colocó la carta en un sobre, caminó hacia el correo y la envió.



ree

Foto: Camila Escultura de Noira Mata, Caracas


 
 
 

1 comentario


Pedro Mata
24 jul 2020

El relato Anabela me recordó la casa Pedro González.. y su apellido de los Boscheti Cumaná... Me gustó !!!! Camila quedé muy bien en la foto!! Felicitaciones.

Me gusta

Formulario de suscripción

4806340412

©2020 por Ojalá leas Novelas. Creada con Wix.com

bottom of page