Alba, la cocinera cosmopolita
- Luis José Mata
- 7 ago 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 9 ago 2020
Capítulo III de Rastro de los recuerdos
Apesar del invierno, en un frío día de enero la madre de Anabela navegaba en una hermosa góndola veneciana por un estrecho canal rumbo a su casa en la calle Fabri. Ella trabajaba desde hacía muchos años en el Bistró de Venecia, justo después de regresar de Isla Ovalada, que siempre la pensaba esplendorosa, y la recordaba con pasión y tristeza.
En el invierno era difícil navegar regularmente en su góndola, entonces ella caminaba por la calle Fabri hacia el Gran Canal y allí, tomaba el vaporetto que paraba cerca del Mercato del Pesce; siempre vibrante y colorido, especialmente en las mañanas. Hacía esos cortos viajes para asegurarse de que los distribuidores enviaran los mariscos y pescados más frescos al Bistró. Allí, ayudaba a preparar los mejores consomés venecianos, imitando a la perfección las combinaciones que sabían hacer los nativos del precioso y apasionante lugar donde había nacido Anabela. Lamentablemente, le hacía falta el ají dulce caribeño para mejorar los rissotos venecianos. Para el comensal, cualquier plato sabe mejor con un buen vino, como el extraordinario Bardolino del Veneto, con su característico aroma a cereza, pensaba siempre, la signora Boccheti.
Muchas veces, antes de regresar al Bistró, Alba Boccheti paraba por lo menos en dos bares locales: la Cantina do Morí y la Cantina Do Spade para saborear los cicchetti venecianos. En esos mismos sitios solía comer Casanova, cuando vivió en la ciudad en el siglo XV. Increíble, eso fue un poco antes del descubrimiento por los europeos de Isla Ovalada, pensaba Alba.
Recordaba Alba cuando, con solo veinticinco años, conoció la casa de Mero a la orilla del mar. Allí aprendió a cocinar usando todos los ingredientes tropicales. La casa para ella era lujosa y moderna. Siempre se preguntaba si Mero era un rico habitante de esa adorada isla, por haber construido una casa moderna y algo lujosa para el momento o simplemente una persona muy trabajadora, y más bien, de clase media, pero con grandes habilidades para la vida. También recordaba que al caminar por la arena cálida podía observar claramente que la miseria no se aliviaba entre los pobres que pescaban en el mar de esa palpitante playa. Mero vivió en una casa bella, pero sin servicio de agua y cocinando al carbón. Los años que pasó Alba en la preciosa isla fueron un inmenso proceso de aprendizaje cultural. Pero lo mejor había sido el nacimiento de Anabela en ese gran lugar.
Una semana después del carnaval veneciano, que coincidió con una extensa inundación de la ciudad, Alba decidió ir a la Iglesia de San Lio, que quedaba muy cerca de la casa donde vivió el pintor Canaletto muchos años atrás y donde también vivió el abuelo de Tiburcio. Ella quería ver, otra vez, el cuadro que dibujó el artista mostrando las casas muy pequeñas, de piedra, donde se vivía muy humildemente, al lado de hermosos palacios del siglo XVII.
Una vez, unos cuantos años antes, el abuelo de Tiburcio le dijo a Alba: «¿Cómo habrá sido la Venecia de siglos atrás?». Y él mismo se respondió: «Seguro como la pintó Canaletto».
En esas pinturas se captaba, casi en vivo, la vida de los pobres, alejados totalmente de cualquier riqueza, pensaba Alba, al atravesar la Plaza de San Marcos en dirección a un bar cercano al antiguo Palacio Gritti. Allí, hace años se reunió con amigos pudientes que la impulsaron y ayudaron a realizar su viaje a Isla Ovalada para ver si la pobreza en aquel lugar era comparable con la existente en el siglo XVII en Venecia. También la motivaron para que dedicara tiempo a aprender las costumbres típicas de la cocina en la isla.
Ellos especulaban que si se aplicaran los mismos métodos políticos y culturales que durante siglos se pusieron en práctica en Venecia, quizás se podría aliviar la pobreza en la isla. Meses más tarde, en un día de verano, partió Alba en uno de los barcos que hacía la travesía del Atlántico al nuevo mundo. Y fue allí, en la isla encantadora, donde aprendió muchas cosas de cocina que aplicaba a la comida veneciana.
Ahora, después de algunos años, los burgueses pudientes estaban organizando e invitando a un evento en la plaza cerca del modesto Hotel Al Codega. Pensaban ellos que los invitados podrían conversar, sentados al aire libre, en los abundantes taburetes de la plaza y convenientemente dormir en el hotel que era atendido por los propios dueños. Anabela y Alberto habían aceptado la invitación y se alegraron mucho de que podrían hablar de manera distendida sobre los temas pendientes planteados por ella. Así lo hicieron al llegar al evento y aprovecharon también para festejar su nuevo encuentro. Buscaron una botella de vino tinto en unos de los quioscos en las inmediaciones de la plaza.
Alberto comenzó diciendo que se sentía muy feliz de ejercer su profesión de médico en la pequeña comunidad donde vivía.
—Después de leer tu carta, llegué a unas muy simples respuestas a tus interesantes preguntas e igualmente me fijé en la idea de comparar actitudes y aspectos: el sistema de salud es prácticamente igual en todos los países de Europa, en Alemania hay hospitales públicos y privados. Como sabes, trabajo en una pequeña comunidad y allí el servicio de salud es excelente, los médicos perciben el salario directamente del gobierno y atienden un número limitado de pacientes. En los hospitales, la mayoría de las habitaciones son colectivas, pero en las clínicas privadas existen habitaciones individuales.
—Excelente información, —dijo sonriendo satisfecha y agregó—: por cierto, ¿sigues con Sabine como asistente?
—Sí, claro —respondió asistiendo al mismo tiempo con la cabeza.
—Dile, por favor, cuando la veas a tu regreso, que estoy planificando ir a nuestro recordado terruño algún día del próximo siglo, tal como le dije la última vez que hablamos.

La japonesa Kumiko: Escultura de Patricia Briceño , Madrid
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