Ecos en la multitud
- Luis José Mata
- 14 ene
- 3 Min. de lectura
I Un día cualquiera
La canción resonaba como un eco melancólico en el aire denso de la ciudad. “Se vende una ciudad movible, sin memorias, donde ya nada sorprende…” repetía la voz del cantante, con un ritmo tan lánguido como la propia ciudad. Lila, despeinada y arrastrando su cansancio, escuchaba esas palabras mientras cruzaba las puertas del supermercado El Príncipe. Llevaba a su hijo en brazos, dispuesta a recoger la ración de harina de maíz precocida que repartían en el centro de alimentos del barrio.
Era un barrio peculiar, La Nueva, llamado así quizá por la Virgen niña, aunque de nuevo no tenía nada. Las casas, viejas y desgastadas, resistían obstinadamente al caos de la ciudad desquiciada. En una de ellas vivía Lila junto a sus padres, en una construcción que su padre, Ludovico, había levantado décadas atrás, cuando llegó a la ciudad buscando algo mejor.
Ludovico, con su cabello blanco como la harina que repartían, esperaba siempre afuera del supermercado, cuidando con celo el cochecito del bebé. No era por precaución ordinaria; en el barrio robaban cualquier cosa que pudieran cargar, incluso si eso incluía a un niño dentro de un coche.
—Sería bueno que Alivio consiguiera un trabajo de verdad —solía reprocharle Ludovico a Lila—. ¿Hasta cuándo lo vas a justificar? Ese hombre no protege ni a su hijo del sol.
Alivio, el padre del niño y pareja fugaz de Lila, era un soñador empedernido, más obsesionado con la literatura y la política que con su familia. Había abandonado la casa hacía tiempo, refugiándose en una buhardilla que llenaba de papeles y manuscritos, intentando dar forma a su novela. Para él, todo, desde las demoliciones hasta los eslóganes gubernamentales, era síntoma de una corrupción rampante.
II Otros muchos días
Entre los recuerdos de Alivio, destacaban los años que habían pasado como un torbellino entre la caída de dictaduras y los pequeños logros personales. Su madre, siempre minuciosa al narrar, hablaba de las elecciones fraudulentas y los ingeniosos desafíos del pueblo para sortearlas.
Alivio, mientras tanto, se enamoraba de la literatura. Leer a Cortázar lo transformó, haciéndolo cuestionar todo, desde su pasado hasta su propio futuro. Fue entonces cuando volvió a preguntar por Doña Elisa, aquella mujer de mirada triste que había marcado su infancia. Esta vez, su madre le respondió.
—Elisa nunca superó la muerte de su sobrino, Claros Delegado. Lo dejaron malherido frente a su casa, y murió en sus brazos.
Ese relato lo marcó profundamente. Era la primera vez que entendía el peso de la violencia en las vidas de quienes lo rodeaban.
III Se encuentran en un páramo
Años más tarde, Alivio se reunió con su viejo amigo Timoto en un frío páramo andino. Timoto, siempre cargado con una pesada bolsa llena de libros viejos e ideas, parecía desgastado por el tiempo. Entre tragos y recuerdos, discutieron sobre justicia, corrupción y la desesperanza que impregnaba la aldea insaciable, como solían llamar al país.
Timoto compartió fragmentos de su vida entre los indígenas, su fascinación por la sencillez de sus costumbres, y el enigma de una princesa que preparaba una salsa mágica, mezcla de colores y sabores, símbolo de unidad y contraste.
IV Unos días de octubre de 1979
De regreso en la ciudad, Alivio intentó encontrar un rumbo. Consiguió su primer empleo como ingeniero sanitario, en una obra que prometía transformar el paisaje urbano. Sin embargo, no podía sacudirse la sensación de que todo era un ciclo repetitivo de construcción y destrucción, reflejo de la corrupción que tanto detestaba.
Desde la ventana de su cuarto veía un pájaro negro posado, como un presagio. Encendió su radio portátil al subir al autobús y escuchó el estribillo de moda: “Buenos días, su señoría…”.
Así avanzaba su vida, entre los restos de un pasado que lo perseguía y la esperanza de un futuro que aún intentaba escribir.
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